miércoles, 24 de noviembre de 2010

POSTALES DE CUENCA. LOS RASCACIELOS

Casco antiguo de Cuenca visto desde Ars Natura

¿Qué sensación debía producir en un habitante del Medievo asomarse a una altura de diez u once pisos todas las mañanas? Desde las primeras décadas del siglo XX comenzaron a construirse los rascacielos en las grandes ciudades y esas figuras estiladas surgieron de repente entre las casas buscando las alturas, ofreciendo una solución al aumento de población en las grandes urbes. Esa fue también la idea que llevó, cinco siglos atrás, a los arquitectos de la vieja ciudad de Cuenca a descolgarse en las hoces haciendo casas suspendidas en el abismo. Durante siglos, los rascacielos de San Martín fueron los edificios más altos de Europa, hasta el desarrollo de nuevas técnicas constructivas que utilizaban el hormigón. Estos edificios están hechos con piedra, madera, argamasa y yeso. Algunos tienen hasta diez y once plantas. Curiosamente, el edificio más alto de la Cuenca moderna, la torre blanca de la plaza de Santa Ana, sólo tiene diez plantas.

En el casco viejo encontramos rascacielos en ambas vertientes, en el Júcar y en el Huécar, aunque nuestra postal enfoca esta vez los aventurados edificios del barrio de San Martín. Tienen su entrada por la calle Alfonso VIII, entre los números 1 y 77 y van a asomarse a la hoz del Huécar. Se han ido construyendo desde el siglo XV al XIX como solución a la escasez de terreno en el promontorio rocoso sobre el que se levantaba a ciudad. Fue la solución buscada por unos arquitectos imaginativos y temerarios que no dudaron en desafiar a la gravedad con tal de que la población aumentante de la Cuenca medieval no tuviera que edificar sus casas fuera del recinto amurallado.

Si entramos en cualquiera de ellos, por la supuesta planta baja de la calle Alfonso VIII, nos encontraremos con casas estrechas y plagadas de escaleras que suben y que bajan. A pie llano, ese piso, esa planta baja es un quinto o un sexto cuando cruzamos el pasillo y nos asomamos a las ventanas que dan a la hoz. ¡Oh, sorpresa! De repente estamos en un quinto piso. Y otros cinco más hacia arriba. No tiene lógica y explicárselo a alguien que no lo conoce puede ser divertido y casi imposible.

La incomodidad de vivir en estas casas, estrechas y sin ascensor, se supera con las bonitas vistas hacia la hoz, sobre el barrio de San Martín y frente al cerro del Socorro. La arquitectura vertical que predomina en todo el casco viejo de Cuenca cobra en estos edificios aires de grandeza. Apoyadas sobre la roca y, a su vez, en las viviendas laterales, elaboradas con tosca mampostería y vigas de madera, estas casas acogen, aún hoy en día, a vecinos de Cuenca de toda la vida. En ellas encontramos también desde restaurantes hasta alojamientos turísticos, coquetas casas rurales en medio de una ciudad medieval, que se ofertan como hospedaje para aquellos que quieran dormir en un rascacielos del siglo XV, construido cinco siglos antes de que William F. Lamb ideara el Empire State, aun hoy, el rascacielos más alto de Nueva York. A los rascacielos de Cuenca les queda mucho por crecer para igualar a ese edificio pero se conservan casi como el primer día y guardan en su interior la esencia de las casas coquetas y acogedoras de la ciudad antigua.

De fachadas luminosas y coloridas en la calle Alfonso VIII, muestran su cara pálida hacia el río, salpicada de ventanucos que son ojos de madera por los que asomarse a la inmensidad del paisaje conquense. Apiñados en la cornisa como piezas de un ‘tetris’ de piedra, por su fachada de San Martín aparecen estrechos, y por sus ventanas se asoma la vida del interior en forma de ropa tendida o del humo de una cocina donde borbollonea una olla de cocido o de potaje de bacalao.

Si paseamos al pie de estos edificios, por las calles bajas del barrio, pasando ya la iglesia de Santa Cruz, los viejos rascacielos nos acompañan vigilantes allá arriba. No hay vecinos que se asomen a más altura en toda la ciudad de Cuenca, y si en el último piso no se oyen los ruidos de la calle, ni el rumor del río, cierto será que sus moradores gustan más de la compañía de las golondrinas y los gorriones, hasta del buitre leonado de la Serranía, que se asoma curioso a sus tejados preguntándose qué extraña especie animal habrá construido su nido a semejante altura.

Los rascacielos son una más de las estampas conquenses, algo de lo que presumir ante los visitantes: “¿Sabe usted que en Cuenca tenemos rascacielos?” Algo tan típico que hasta se vende resolí en botellas con forma de estas edificaciones tan populares. Algo tan nuestro pero que muy pocos han tenido la oportunidad de asomarse a sus ventanas y disfrutar de la vistas o sufrir del vértigo ante el vacío abierto bajo nuestros pies.

POSTALES DE CUENCA. CALLE PILARES

Calle Pilares, antes Severo Catalina

‘Calle Severo Catalina, antes Pilares’. Esta leyenda puede verse en la fachada de uno de esos edificios típicos del casco antiguo de Cuenca con la fachada pintada de amarillo ocre junto a otro de paredes rojizas. Estamos junto a la plaza Mayor, en la calle estrecha que discurre a la derecha, según subimos, paralela a la plaza y a un nivel inferior. Y comenzaremos nuestro recorrido precisamente en el nombre actual, el del escritor Severo Catalina (Cuenca, 1832-Madrid, 1871). Fue periodista en la prensa local antes de marchar a Madrid donde siguió ejerciendo la profesión. Fue doctor en Derecho y licenciado en Filosofía y Letras. Llegó a ser director general de Instrucción Publica y Ministro de Marina, en 1868. En los últimos años de su vida perteneció a la Real Academia de la Lengua Española. De ideas conservadoras y catolicistas, Catalina dejó una serie de libros y discursos y una colección de citas y frases memorables. Recuperamos algunas: “El amor es un niño grande; las mujeres, su juguete”, “La esperanza es un árbol en flor que se balancea dulcemente al soplo de las ilusiones”, “La mayor parte de la gente confunde educación con instrucción”, “El cambio no sólo se produce tratando de obligarse a cambiar, sino tomando conciencia de lo que no funciona”, “La ilusión no es ni más ni menos que una degradación de la esperanza”. Ahí las dejamos, para su reflexión que bien puede hacerse al pasear por la calle que lleva su nombre. Pero deberá hacerlo muy concentrado porque los detalles que encontrará a su paso pueden distraerle.

El nombre tradicional y por el que aún se conoce a esta calle se debe a los pilares de piedra en los que se apoyaban las casas del lugar y que cubrían la calle hasta la plaza Mayor. Pero debemos hacernos a la idea de que la plaza estaba entonces al nivel que tiene ahora la calle Pilares. Aún se conservan esos soportes de piedra en los edificios que se asoman al barrio de San Miguel, sobre la hoz del Júcar y usted mismo podrá verlos en algunos de los bares de copas del túnel de bajada.

Explicado ya el motivo de los nombres de la calle, le proponemos ahora detenerse en los detalles. Discurre esta vía bajo la plaza Mayor desde la que se descuelga la vegetación en el primer tramo sin viviendas. Enfrente, entre lo que son hoy bares o restaurantes, aparecen las puertas, adinteladas o en forma de arco, con rejería más o menos elaborada en la ventanas, con fachadas de colores de hasta cinco alturas.

Entre los edificios, la calle presenta dos aberturas por las que discurren más que calles, callejones o túneles que se precipitan oscuros, entre escaleras y humedades, por debajo de las casas, buscando la luz del barrio de San Miguel. El primer pasadizo se abre en el centro de la calle y va a asomándose en zigzag al río terminando en un arco ojival. El segundo lo encontramos un poco más adelante y desemboca enfrente de la antigua iglesia de San Miguel. Estas callejuelas son verdaderas lecciones de la topografía conquense que tanto aprovecha los espacios.

Sin mucho esfuerzo nos podemos imaginar el trajín de los artesanos en tiempos del medievo con sus productos y su actividad en la calle, con su humildad y trabajo frente a la gran catedral, centro de la religiosidad y de la sociedad conquense.

En la calle Pilares encontramos aún algunos de los establecimientos más frecuentados por el grupo de pintores y artistas que vivieron o frecuentaron la ciudad desde los años 60, atraídos por la actividad cultural que rebullía en torno a Zóbel o Saura. Un ejemplo es el bar ‘Las Tortugas’. “El bar surgió en los años 70 ante la necesidad de dar acogida a una serie de intelectuales, artistas, pintores o poetas que vivían en esta zona mientras muchos vecinos se habían trasladado a la parte baja”, comenta Sinesio Barquín, el propietario. “Así surgió este bar y también ‘Los Elefantes’. Aquí se recogían las ideas de estos intelectuales, se organizaban tertulias, se presentaban libros,...” ‘Las Tortugas’ es, además de un bar de copas, un museo. En sus paredes se conservan muchos cuadros de aquellos pintores que pasaban sus ratos aquí en torno a una copa. “Todo lo que hay colgado lo he ido consiguiendo a lo largo de los años. Primero fueron los Sauras, incluido el primer número de la colección Antojos. Hay también cuadros de Bonifacio o del Equipo Crónica”.

Otro ejemplo es ‘Los Elefantes’. Los actuales propietarios del establecimiento desconocen el origen del nombre pero conservan en las estanterías y paredes una muy buena colección de paquidermos de diversos tamaños y formas y procedentes, sin duda, de todo el mundo. Entre ellos uno de gran tamaño obra de Tomás Bux y otros más domésticos, aquellos que aparecían en rojo sobre fondo amarillo en unos rollos de papel higiénico.

martes, 23 de noviembre de 2010

POSTALES DE CUENCA. EL OTOÑO

Vista del casco antiguo de Cuenca desde el puente de San Antón.

Antes de que llegue el frío intenso de diciembre, el paisaje de Cuenca nos regala las mejores fotografías del año. Es otoño y el otoño en Cuenca y en sus hoces, en sus riberas, visto desde los miradores o asomados a cualquier balcón, esquina o saliente de sus estrechas callejuelas medievales, presenta instantáneas que no debe perderse. Cuenca es en estos días de noviembre más bonita que en ningún otro momento del año.

Con abrigo, eso sí, porque ya son los días cortos y el sol se olvidó de calentar como lo hacía en agosto, le proponemos un paseo por las riberas de los ríos que abrazan la ciudad estos días con una bufanda amarilla. El punto de partida bien puede ser el puente de San Antón para apoyarnos en la barandilla y contemplar la suavidad con la que se desliza el Júcar a nuestros pies, rota sólo su superficie por la estela de los patos o por alguna rama que asoma del fondo cual periscopio que se encalló en el fondo tras la última riada. En frente, los edificios del casco antiguo. Monumental la mole agujereada de ventanucos del seminario. A su lado, Mangana repartiendo sus notas en la tarde de Cuenca por encima de los tejados. Y más arriba aún, el cerro del Socorro, que no quiere perderse el espectáculo de tan singulares vistas.

Ocupan el centro de nuestra foto los chopos del Júcar, mostrando un abanico de amarillos, ocres, anaranjados, marones y algún verde que se quedó rezagado. Día a día esas hojas temblorosas y sensibles ante la más mínima brisa van cambiando de color. La ictericia se apodera de ellas un poco más cada amanecer y llegará un soplo de viento, insensible, que las arrancará de su rama para llevarlas en ráfagas violentas o para balancearlas suavemente hasta caer, agónicas, sin vida, en el agua remansada del Júcar. Serán barco entonces y recorrerán el río hasta encallar en una orilla o hundirse hasta los lechos fluviales. Su viaje habrá sido al menos un espectáculo para los ojos que contemplan la postal del otoño de Cuenca.

Sigue la ribera del Júcar río arriba entre choperas y la carretera de la playa nos dirige hasta el puente de los Descalzos. Tras cruzarlo, la alfombra amarilla se abre camino bajo los sauces, avellanos y álamos. Chisporrotean las hojas a nuestro paso como la lumbre en la chimenea y los tímidos rayos de sol del postrero otoño se asoman entre el ramaje, cada vez más desnudo. Arrulla nuestro caminar el Júcar y las fuentes de Martín Alaja, la de la Peña del Ventorro o la del Batán.

Este puede ser un buen sitio para hacer una parada, descansar si lo necesitamos y, en cualquier caso, sacar de nuestra mochila el libro de poemas que elegimos para esta ruta otoñal. Una vez más, el poeta de Cuenca, será el mejor ejemplo para poner versos a la tarde de otoño. Este paisaje de amarillos y verdes sugirió a Federico Muelas estas líneas:

“Noviembre…

¡Qué desnuda / la acacia del sendero!

Trémulo llama a las cerradas puertas

noviembre, con el viejo

que lleva a las espaldas

un haz de largos retorcidos leños.

A todas sus llamadas

hay una arisca negativa dentro.

Una voz de mujer en la distancia

grita un nombre…

En el yermo

de los tejados crecen

soñando la ceniza del recuerdo.”