domingo, 19 de diciembre de 2010

¿DÓNDE ESTÁ LA NAVIDAD?


Avanzaba el mes de diciembre con la sensación de que algo no marchaba bien. En el palacio del Calendario había más movimiento del habitual. Los días, las semanas, incluso los meses, que tanto les costaba avanzar a veces, se movían inquietos. Unos y otros se cruzaban por los pasillos, se asomaban por las ventanas, miraban detrás de las cortinas, levantaban alfombras, abrían cajones, se quedaban parados de repente delante de un reloj viendo como el minutero avanzaba, como el segundero volaba girando en la esfera del tiempo. Tic tac, tic tac… Había alboroto en el palacio del Calendario y entre carreras y prisas, los meses, las semanas, los días, las horas, se cruzaban entre sí, se apelotonaban en una u otra habitación, pasaban de octubre a mayo, de febrero a julio, y entre gritos se escuchaba una y otra vez la misma pregunta: “¿Dónde está la Navidad?”

En la más alta de las habitaciones de aquel palacio circular, la luz no se apagaba ni de noche ni de día desde hacía una semana. El señor del Calendario mantenía reuniones, una tras otra, con todos los responsables del paso del tiempo. Se hacían preguntas pero ninguna tenía respuesta. Todo comenzó cuando se despertó el nueve de diciembre. Hacía frío aquella mañana, sí, pero es que la habitación del mes de diciembre da al norte y en ella siempre hace frío. Cierran muy mal las ventanas y por ellas se cuela a veces la nieve que cubre con un manto blanco los días. Depende de cómo sople el viento, algunas veces la nieve cae sobre el catorce de diciembre, otras sobre el veintiocho. Nunca se sabe con certeza. Pero estos días que son bajitos, o mejor dicho, cortos, con la sombra de la noche que les oscurece el rostro, tiritan casi siempre. Al nueve de diciembre le gustaba mucho mirar por la ventana cada año porque siempre veía a lo lejos, sobre el horizonte, la luz de la Navidad y corría escaleras arriba hasta la más alta de las habitaciones del palacio para comunicarle al señor del Calendario que la Navidad estaba cerca.

Este año el nueve de diciembre se pasó casi la mitad de su tiempo escudriñando el paisaje que se veía desde su frío ventanal. Se le helaron las naricillas con el viento frío del norte pero no vio nada. Pasó la tarde un poco triste y esa vez no subió a la más alta de las habitaciones del palacio. Sólo, cuando estaba ya cansado, a punto de quedarse dormido, le dijo al diez de diciembre: “No he visto venir a la Navidad. Presta tú atención”.

El mismo recado se sucedió a los tres días siguientes de diciembre, hasta que el catorce decidió subir a la habitación más alta del palacio. Encontró al señor del Calendario atareado sobre una mesa llena de papeles. Junto a él estaba el siete de diciembre reclamando que le cambiaran de ubicación cansado de estar entre el seis y el ocho. “Esos dos perezosos no trabajan nunca”, decía, “y yo en medio sin saber qué hacer, si trabajar o vestirme de rojo como ellos”. “No te preocupes”, le decía el señor del Calendario, “tenemos casi un año para solucionar ese problema. Bájate a la habitación y descansa”. “¿A la habitación? ¡En esa habitación del mes de diciembre hace un frío que pela!”, refunfuñaba el siete.

Cuando el catorce de diciembre estuvo a solas con el señor del Calendario le transmitió su preocupación. “Ni el nueve ni el diez ni el once ni el doce ni el trece ni yo hemos visto llegar a la Navidad”, dijo. Fue en ese momento cuando el señor del Calendario se dio cuenta de que el nueve de diciembre no había subido como siempre, cinco días atrás, a darle la buena noticia de la llegada de la Navidad. “Últimamente estoy demasiado ocupado”, se dijo a sí mismo. Su rostro estaba surcado por más de dos mil arrugas y se notaba en su mirada cómo el paso del tiempo le envejecía sin piedad y tenía cicatrices que recordaban heridas, como aquella de la revolución francesa cuando quisieron quitarle de en medio.

Asomado a la ventana de la más alta habitación del palacio, el señor del Calendario se preocupó: “Si no viene la Navidad tendrá consecuencias sobre el resto del año. ¿Qué será de las personas sin estos días de descanso, sin poder ver a sus seres queridos, sin sentirse añorados o extrañados por los que tienen lejos o queridos y amados por los que tienen cerca? ¿Qué será de los niños sin la ilusión de los regalos? ¿Qué harán todo un año los reyes Magos vagando por el desierto sin saber llegar a su destino? ¿Cuándo nos comeremos tantas toneladas de turrón?”

No había pasado ni media hora cuando la noticia se había propagado por todo el palacio. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y el calor de julio hacía sudar a los días de diciembre. Los días de Carnaval se mezclaron con la Semana Santa y los trajes de arlequín se confundían con los de nazareno. El 24 de junio encendió una hoguera y a ella se acercaron los días de enero. Se formaban corrillos y se comentaba la noticia: “¿Dónde está la Navidad?”

El señor del Calendario mandó recado a todos los lugares del mundo para consultar a otros calendarios la extraña ausencia de la Navidad. El escurridizo santiamén se encargó de llevar y traer mensajes. Pero ninguno llegaba con buenas noticias. El calendario chino nada sabía y apuntaba que ellos estaban en otra cosa, organizando la llegada del año del tigre; el anciano calendario judío dijo que tampoco había visto la Navidad. Ni siquiera el más joven calendario musulmán sabía nada a pesar de que ellos habían celebrado la fiesta del cordero hacía pocos días.

En la más alta de las habitaciones del palacio continuaba reunido el consejo del Tiempo. Alrededor de una gran mesa redonda se sentaban desde el siglo primero al siglo XX, el último en formar parte del consejo. Todos hacían memoria pero ninguno recordaba un año sin Navidad. “En aquellos primeros años las personas celebraban la Navidad ocultos en catacumbas”, recordaba el siglo primero. “Miseria y muerte había en las calles durante muchos de mis años. La peste entraba en las alcobas”, dijo el siglo XIV, “pero siempre se encendía una vela en la Nochebuena”. “Cuando nací yo se pensaba en el fin del mundo”, dijo el siglo XI, “pero hubo Navidad”. “Dos grandes guerras he tenido que sufrir en mis años”, apuntó el siglo XX que tenía los recuerdos más recientes, “pero hubo Navidad”. El veintiuno de diciembre se acurrucaba en su cama bajo la manta del invierno que acababa de estrenar y nada se sabía de la Navidad.

Pero aquella noche no durmió nadie. Ni los meses, ni las semanas, ni los días, ni siquiera las primeras horas de la mañana que siempre se hacen las remolonas. No durmió ni la siesta que tan despistada estaba con tanto ajetreo que acabó compartiendo café con la medianoche.

Al fin, en las primeras horas del veintidós de diciembre, el consejo del Tiempo llegó a una conclusión. Después de estudiar sus recuerdos, después de analizar los mensajes y pistas llegadas de todo el mundo y que no conducían a nada, el señor del Calendario tomó la palabra: “La Navidad se ha perdido en el tiempo y no sabe llegar a su fecha. Hay que encontrarla y ayudarla a llegar en menos de dos días. El encargado de llevar a cabo esta misión será el nueve de diciembre que tiene la vista adaptada para descubrir el primer destello de la Navidad, pero ordeno al resto de días, tanto laborables como feriados, a las 53 semanas y a los doce meses, que faciliten su trabajo”. De esta forma se acordó buscar a la Navidad por todo el palacio del Calendario.

El nueve de diciembre comenzó a buscar en la alcoba del veinticuatro de diciembre a quien encontró llorando en un rincón. A su lado estaba, vestido de rojo, el veinticinco. Su cara pálida lo decía todo. Más allá vio al resto de días del mes de diciembre, sombríos, apagados, cabizbajos. Allí no estaba la Navidad. En la habitación del mes de enero había entrado la nieve porque la ventana cerraba tan mal como la de diciembre. El día primero, que también vestía de rojo apartó las sábanas de su cama y dijo: “Aquí no está”. Cuando se disponía a salir ya de la habitación del mes de enero vio a alguien en un rincón. Al acercarse escuchó un gimoteo. “¿Y a ti que te pasa?”, preguntó el nueve de diciembre. “Sin Navidad yo no existo”, contestó la Cuesta de Enero.

En la habitación del mes de febrero, que era más pequeña que las demás, se encontró al Carnaval y a la Cuaresma buscando su sitio. Nunca saben qué fechas les corresponden de un año para otro. “La culpa la tiene la Semana Santa”, decía la Cuaresma. “No, la tiene la luna de abril”, argumentaba el Carnaval. “¡Habéis visto a la Navidad!”, gritó el nueve de diciembre. “Por aquí nunca ha pasado la Navidad”, contestaron.

Encontró a la primavera en la habitación del mes de marzo pero tampoco sabía nada. Al salir tuvo cuidado de no pisar los primeros brotes verdes que salían del suelo. El mes de abril estaba furioso tratando de controlar a sus días de lluvia y sus días de sol y tenía toda la habitación revuelta. El dos estaba junto al nueve, el diez con el quince. Ahí tampoco estaba la Navidad.

Nada más salir del mes de abril se encontró al Primero de Mayo pidiendo mejoras laborales. “Pero si tú no trabajas nunca, que vas de rojo”, le dijo el cinco de mayo. Esa habitación estaba llena de flores y los días eran alegres y de buen color. Pero no había ni rastro de la Navidad.

Y así continuó por todas las habitaciones. En el mes de junio se encontró con los días más largos. Medían más de quince horas. En la habitación del mes de julio hacía un calor bochornoso y sus días se bañaban en una piscina. En la sala del mes de agosto no encontró a nadie. “Se han ido de vacaciones”, le dijo el uno de septiembre, “pero ya volverán”, concluyó con una pícara sonrisa. El nueve de diciembre volvió a sentir el frío en la habitación del mes de octubre y vio ponerse el sol a través de la ventana del mes de noviembre y supo entonces que era el día de Nochebuena y que no había encontrado a la Navidad. Y fue una noche triste en el palacio del Calendario.

El veinticinco de diciembre se despertó temprano, como siempre pero esta vez no había regalos ni restos de la cena de la noche anterior ni rescoldo en el hogar. El mes de diciembre estaba en silencio aún y sólo escuchó una vocecita gritar más allá de la puerta. Salió al pasillo y vio correr al tres de junio: “¡Tengo una estrella de navidad, tengo una estrella de navidad!”, gritaba mientras subía corriendo a la habitación más alta del palacio llevando en sus manos la luz brillante. Quería darle la noticia al señor del Calendario. El veinticinco de diciembre se preguntaba por qué tenía una estrella de navidad el tres de junio y no él. Decidió subir también a hablar con el señor del Calendario. Pero cuál fue su sorpresa cuando al llegar arriba descubrió a otros días también con una estrella de navidad. Estaba el cuatro de agosto, el veintitrés de septiembre, el catorce de abril, el siete de marzo, el cuatro de mayo… Y cada vez llegaban más: el ocho de julio, el once y el dieciséis de noviembre, el veinte de enero, el once de febrero… La habitación más alta del palacio se fue llenando de días con su estrella de navidad. Todos decían haberla encontrado en su alcoba. Todos tenían una y junto a ella un deseo: qué el sol caliente donde hace frío, rezaba la del solsticio de invierno; qué no se hundan más petroleros en el mar, decía la del trece de noviembre; qué ninguna bomba pare tu tren, se leía en la estrella del once de marzo; qué nadie tenga que dar la vida por nadie, ponía en la estrella del Viernes Santo; qué el último pétalo de la margarita siempre diga sí, gritaba el catorce de febrero…

En medio de todo ese jaleo, el veinticinco de diciembre sintió que le tocaban el hombro. Al darse la vuelta vio al veinticuatro de diciembre que tenía dos estrellas: “Toma”, le dijo, “esta es para ti. Estaba en tu alcoba”. Y así él también tuvo su estrella. “¿Cuál es tu deseo?”, le preguntó entonces al día de Nochebuena. “Qué no falte un plato de comida en ninguna mesa. ¿Y el tuyo?” “Que todos los niños nazcan en paz”, contestó el veinticinco de diciembre. Y aquella vez todos los días fueron Navidad.

Foto: Toni Ramos

2 comentarios:

Unknown dijo...

Aunque dicen que no es el discípulo más que su maestro, en este caso, no cabe duda, que tu me has superado, si no es demasiada presunción por mi parte considerarme uno de tus maestros. Me ha encantado tu artículo y ten por seguro, que, a pesar de tanto frío y tanto hielo del egoísmo y las injusticias, mientras haya gente capaz de dar la vida por los demás, mientras haya algo de solidaridad en el mundo, mientras haya corazones limpios, mientras haya gente como tu, como Jorge, Carlos Félix.... Habrá Navidad. UN abrazo de "MARTÍN ZAPATER"

Paco dijo...

Gracias por el aprobado. Claro que te considero mi maestro en aquellos años tan importantes para cualquier persona, en esos años tan confusos en los que nos hacemos adultos sin dejar de ser niños. Gracias y me alegro de que te gustase el cuento.
Y sé quien eres...