martes, 4 de enero de 2011

El niño que encontraba los juguetes en la otra habitación

Tengo la costumbre de escribir la carta a los reyes Magos todos los años. En cualquier papel, con mi mala caligrafía de letras rotas, redondeadas a veces, alargadas otras, garabateo mis sueños con la misma ilusión que escribía a los seis, a los siete años la lista de juguetes que luego nunca me traían. Siempre eran otros juguetes. Los reyes Magos debían pensar que mi criterio no era el acertado y ellos decidían por mí. “Al chico mejor un jersey o los juegos reunidos Jeyper (que cayeron un año)”, debían pensar sus majestades de Oriente. Otra vez vino la Magia Borrás. Ya ves tú. Nunca había pedido esas cosas. Luego me divertía, la verdad y me hacía una ilusión enorme salir corriendo de la cama la mañana de Reyes en busca de los regalos al pie de la ventana.

Luego otra cosa: nunca estaban debajo de la misma ventana en la que había dejado las botas con la carta, el turrón para los reyes y la cebada para los camellos. Estaban en otra habitación. La explicación de mis padres es que, como mi casa da a dos calles, pues se ve que los reyes habían pasado por la otra calle. Siempre por la otra calle. Al menos pasaban.

La historia de por qué nunca me traían lo que había pedido es porque nunca leían la carta. Cierto. Nunca la leían. Y esto tiene una explicación que luego supe, con los años, cuando se descubre que los reyes Magos no son quien uno piensa desde el prisma de la inocente infancia. Mis reyes Magos vivían en Cuenca. Sí en Cuenca y no en Albalate, donde yo escribía la carta y la ponía con toda mi párvula ilusión cada noche de cinco de enero junto a mi ventana.

Mis padres no tenían mucho dinero y, además, en el pueblo no había muchas opciones de comprar regalos aunque en los días previos las tiendas de la Lorenza, de la Albina y de la Luci hiciesen hueco entre las cajas de zapatos y de naranjas para poner juguetes y muñecas que brillaban al reflejarse la luz de las bombillas en el plástico que los envolvía. Mis padres estaban “compinchados” con una tía mía que vivía en Cuenca, ella compraba alguna cosa para el muchacho y ellos lo dejaban la noche de Reyes en la otra habitación “para no despertarme”, me dijeron después. Algunas veces algún regalo llegaba desde Barcelona o desde Madrid si es que mis primos venían ese año al pueblo a pasar las Navidades pero, en resumidas cuentas, esa es la explicación de por qué los reyes Magos nunca me traían lo que yo escribía en mi carta.

Por cierto, yo siempre pedía una armónica. Lo hice durante muchos años, incluso cuando ya sabía quién eran los reyes de verdad y, como podéis imaginar, no me la trajeron nunca. Luego, muchos años después, me di el capricho y me la compré yo. La he tocado una vez. Ahí está, en un cajón, muerta de risa. Y es que los regalos hay que hacerlos cuando hacen ilusión.

Con todo esto de los regalos me estoy acordando de una historia que ocurrió por aquellos años de la infancia pero en un día de colegio. La mamá de unos compañeros de la escuela, un niño y una niña, no vivía en el pueblo con ellos. Vivía en una ciudad lejana mientras a ellos los criaba su papá y la abuelita. La mamá, que estaba separada de su marido, venía muy de vez en cuando a ver a sus hijos y siempre les traía regalos. Una de esas veces, recuerdo que los niños nos estaban contando en el colegio todo lo que les había traído su mamá. Nosotros les escuchábamos con la boca abierta y, todo hay que decirlo, con algo de envidia. Al menos ese era mi caso ya que una vez llegué a decir: “¡Qué suerte!” En ese momento, la maestra, doña Trinidad, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Cállate, ignorante, que no sabes lo que tienes!”

Es cierto, entonces no sabía lo que tenía, no comprendí bien aquel “ignorante” que me dijo, que me retumbaba en la cabeza aún días después, y me enfurruñé un poco. Con el tiempo comprendí perfectamente las palabras de mi maestra y llegué a aprender aquella lección que no venía en los libros pero que tan necesaria es para un niño como saber leer o escribir.

Han pasado muchos años desde entonces y llega otra noche de Reyes. Yo volveré a escribir la carta, con mi mala caligrafía y con mis sueños. Ya no pido la armónica, para qué, pero tengo otros deseos. Probablemente no haya muchos regalos como no ha habido nunca, pero me levantaré con ilusión, recogeré la carta que no habrán leído los reyes Magos, como nunca lo hicieron, me pondré las botas que dejé la noche anterior bajo la ventana y bajaré corriendo a la cocina a darle un beso a mi mamá. Y Dios quiera que por muchos años. Mi viejecita.

1 comentario:

Raul metal dijo...

Ke tal Paco me tienes emocionado y esperando (cuando te vuelve a ver espero ke pronto) alguanas notas de esa armonica ke tiene ke sonar genial. UN ABRAZO KE TE MANDAN LOS REYES DESDE TORREJON.