domingo, 9 de enero de 2011

El abrigo de lana

Al doblar de forma delicada aquel abrigo de lana le vino a la memoria toda la historia de cómo lo consiguió. Se acordó del paseo entre las tiendas, de mirar entre las prendas que llenaban de color aquella calle junto a la playa. Fue ya hace muchos años, en el pueblecito peruano de Huanchaco, en el Pacífico. Mientras las yemas de sus dedos pasaban suavemente sobre la lana blanca se acordó de que aquella tarde de finales de julio hacía sol pero no calor, de que estuvieron tumbados en la arena mientras unos niños jugaban con un balón, mientras el sol caía sobre el Pacífico dejando ante sus ojos un atardecer luminoso que llenó de flores de calabaza cada reflejo sobre las aguas. Fue aquella tarde cuando descubrió en una de las tiendecitas de Huanchaco el abrigo de lana, pero no este que tenía ahora entre sus manos. Aquel estaba expuesto al fondo de una tiendecita estrecha. Lo vio cuando sus ojos estaban ya cansados de sortear las prendas que colgaban a ambos lados del pasillo. Le gustaba aquel abrigo de lana blanca tejido a mano y que ella se imaginaba ya puesto y apretujando su cuerpo. Preguntó el precio y le resultó caro. Pero tuvo una idea. “Un abrigo como ese me lo hacen en Lima por la mitad de precio. Le compro la lana a la costurera y ella me lo teje. Pero necesito decirle cómo es este abrigo”. Estas palabras las escuchaba su compañero incrédulo. “¿Qué vas a hacer?”, preguntó. “Tenemos que hacerle una foto”, dijo ella, “pero sin que se den cuenta”. La tarde se ponía interesante, sobre todo porque recordaba cómo les habían echado una vez de una tienda de Zara por algo parecido. El juego consistía en que ella hablaba con el dependiente, un joven con rastas, ojos rasgados y camisa y pantalón blancos que más parecía un “perroflauta” de Lavapiés que un peruano, con la intención de distraerle. Mientras, él tenía que tomar disimuladamente la foto del abrigo. La jugada salió bien y al día siguiente volvieron a Lima con la foto del abrigo de lana blanca que una costurera de Collique, allá en el deprimido cono norte de la ciudad, tejió con cariño en pocos días.

Habían pasado muchos años de aquella historia. Ahora tenía entre sus manos esa prenda de vestir que tanto calorcito le proporcionó en el crudo invierno de Ginebra, después en Madrid y a temporadas en el pueblecito manchego de su familia. El abrigo de lana blanca emprendía ahora una nueva etapa. Estaba bien conservado, lo había tratado con delicadeza estos años, lavándolo siempre a mano y en agua fría. Pero ya no se lo ponía. Así que esa mañana, cuando terminó de rememorar aquella historia y después de comprobar la suavidad de la lana al pasarla una vez más por sus mejillas, metió el abrigo, junto al resto de las prendas, en la bolsa que iba a dejar en el contenedor de la ropa usada.

Caminaba por la calle pensando en el destino de aquellas ropas. Por un lado recordaba cuándo se las había puesto ella y a qué acontecimientos estaban asociadas. La blusa azul con las cenefitas bordadas le recordaría siempre las calles de Madrid y aquellos últimos meses de universidad; el pantalón de paño gris no le traía muy buenos recuerdos porque lo llevó durante aquel trabajo en la agencia de información donde tan mal le pagaban; el jersey de punto negro, abierto y que se cerraba con dos botoncitos, se lo regalaron en un cumpleaños. “¿En cuál?”, pensó.

A su vez se imaginaba dónde irían a parar esas prendas después de depositarlas en el contenedor de la ropa usada. Se acordaba de una historia que le contaron una vez, cuando un amigo suyo vio en un reportaje de Informe Semanal a un niño andino con un jersey que él había donado a Caritas e inconfundible porque se lo había tejido su madre con dos abetos y un muñeco de nieve en el pecho. Aquel jerseycito que tanto le abrigó a él seguía arropando a otro niño al otro lado del mundo.

En estos pensamientos estaba cuando llegó por fin al contenedor de ropa usada que quedaba en la puerta de su trabajo. Descubrió que junto a él había una mujer que metía los brazos por la ranura intentando, imaginó ella, sacar alguna prenda de ropa para su propio uso. Esta suposición se mantenía en que la mujer iba vestida con apenas un vestido viejo, roto en los codos y algo desgarrado en la sisa izquierda. Iba sin medias, con zapatillas deportivas y llevaba el pelo corto y algo despeinado.

En ese momento no supo qué hacer, si esperar a que se marchara esa mujer para meter la ropa en el contenedor o dejar la bolsa en el suelo y subir a su trabajo porque, además, se estaba haciendo ya tarde. De repente, aquella mujer se volvió y, escupiendo las palabras, le dijo: “¿Qué llevas en esa bolsa?”. “Oh, nada, sólo algo de ropa que quiero echar en el contenedor”, contestó tímida. “¡A ver!”, escupió esta vez la mendiga mientras le arrebataba la bolsa de la mano. En un momento toda la ropa estaba en el suelo. Sobre la acera vio de nuevo el abrigo de lana blanca que le tejieron en Lima, sus blusas, sus pantalones que hacía años ya no se ponía, aquel jersey negro, un gorro de lana de color rosa claro y unos zapatos de medio tacón que estaban nuevos porque le apretaban un poco y nunca se los puso. “¿Pero qué hace?” “¡Calla!”, contestó la mujer que en ese momento se quitó el viejo vestido y comenzó a vestirse con la ropa del suelo. Se puso unos pantalones vaqueros, una blusa, se calzó los zapatos de medio tacón, se abrochó el jersey negro, se puso el gorro de lana bajo el que escondió sus despeinados cabellos y no dudó ni un momento en ponerse el abrigo de lana blanca.

Viendo a la mendiga así vestida, descubrió que se parecía mucho a ella misma. “Claro, lleva mi ropa”, pensó y en ese momento se dio cuenta de que aquella mujer tendría su misma edad y su misma talla. “Incluso la ropa parece que le queda mejor que a mí”. Justo en ese momento le sonó el teléfono móvil. Metió la mano en el bolso y vio que le llamaban del trabajo. Se acordó entonces de que llegaba tarde. Contestó y reconoció la voz de su jefe pero le extrañaron sus palabras: “¿Dionisia?” “No, soy Inés”, contestó, “pero ya subo en seguida”. La voz de su jefe insistió: “por favor, ¿puedo hablar con Dionisia?” Se quedó en silencio sin saber que contestar y el final dijo: “no sé quién es Dionisia”. “Yo soy Dionisia”, dijo en ese momento la mendiga que se había puesto su ropa. “Dame el teléfono”, añadió, mientras le arrebataba el aparato de la mano.

La última imagen que tuvo de aquella extraña mujer fue entrando en el edificio de su propio trabajo, vestida con sus propias ropas, hablando por su propio teléfono móvil, con su propio jefe, al que le decía esta vez con voz dulce y melodiosa que se había retrasado un poco esa mañana porque no encontraba el abrigo de lana blanca que quería ponerse.

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