“Érase
una vez un pueblo pequeñito en el que sus pocos habitantes eran
huraños y hoscos. Se trataban con aspereza y apenas hablaban entre
ellos. Pero llegó un tiempo en el que las conversaciones fueron más
fluidas, los apretones de mano más sinceros, las sonrisas más
risueñas, el trato más amable.
Todo
coincidió con un hecho del que nadie se dio cuenta. En la única
tiendecita del pueblo, en la que todos compraban, un buen día,
cambiaron el papel higiénico que vendían, por uno más suave”.
"Como
todos los días, al caer la tarde, abrió el buzón. Como todos los
días no había ninguna carta. Él lo sabía. Siempre estaba seguro
de qué no habría carta, pero no dejaba de abrir ese viejo buzón
colgado de la pared al lado de la puerta de su casa.
Pero un
día, al caer la tarde, abrió el buzón y encontró una carta. Su
nombre y su dirección se leían perfectamente. No había error. Pasó
el dedo por el sello con una caricia mientras intentaba comprender
aquel misterio. Con mucha más sorpresa que curiosidad abrió el
sobre, pues sabía muy bien que él era el único cartero del
pueblo".
“Las
lágrimas, al resbalar por la cara, le hicieron cosquillas.
Y
se rió”.
“Habían
nacido con apenas un año de diferencia. Los dos hermanos crecieron
juntos. La ropita del uno fue pasando al otro y cada uno tenía en el
otro a su mejor compañero de juegos. A los dos les regalaban las
mismas cosas. Con cada cumpleaños llegaba un regalo para el mayor y
el mismo para el menor. Los Reyes Magos traían siempre el mismo
regalo para cada uno de ellos. El padrino no se olvidaba de los niños
y les regalaba siempre el mismo juguete a cada uno de ellos. ‘Para
que no riñan’, decían unos y otros.
Pero
un día alguien les regaló un único juguete para los dos. Aquello
cambió su infancia más temprana y desde ese día jugaron más
juntos que nunca y fueron aún más hermanos.
Cuando
abrieron la caja del regalo común dentro descubrieron que había
solo un balón de fútbol”.
“Tenía
todos los motivos para hacer huelga. Todos menos uno. Así que ese
día se levantó a la hora de siempre y salió de casa a la hora de
siempre. Anduvo por la misma calle camino de su trabajo y volvió a
cruzarse con ella. Como todas las mañanas se miraron. Sus ojos con
los de ella, los de ella con los suyos.
Pero
aquella mañana tampoco se atrevió a decirle nada”.
"Cada
día las cosas que veía se hacían más pequeñas. Cada día un poco
más. Hasta que descubrió que él era un árbol y crecía".
"Su
deseo era poder ver mejor. Se quitó las gafas para limpiar los
cristales, pero cuando se las puso de nuevo la estrella fugaz ya
había pasado".
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