martes, 27 de enero de 2009

Lisboa 5. Callejuelas y mercados


Otro día hablaremos de Baixa, Rossio o Chiado, los barrios de las tiendas Zara y las calles rectas y perpendiculares, pero me apetece pasear por otros 'bairros' más incrustados en la tierra. La Lisboa vieja, sucia y rota, la de los interminables baches en la calzada, algunos tan hondos que se puede plantar un olivo, la de las fachadas desconchadas y los coches mal aparcados, esa ciudad más caótica, tiene otros encantos. El hecho de vivir en un barrio tan popular como Penha da França o Graça, sobre una de esas siete colinas, me permite recorrer cada día estas calles garabateadas que suben y bajan y se retuercen en esquinas imposibles creando rincones sombríos o abriéndose a amplios miradores sobre el río.
Por aquí las tiendas son tiendecitas de toda la vida: panaderías que abren muy pronto y que cuando venden el último chusco de pan, echan el cierre aunque sean las doce del mediodía, fruterías que son tiendas de ultramarinos con expositores de cintas de casete en la puerta, tiendas de textil que son bazares de retales y ropa cosida de todas clases.
Son calles con sonidos de vida diaria, de encontrarse con un vecino y pararse a hablar, de conversaciones que se ven asaltadas de repente por la campana del eléctrico pidiendo paso por las aceras.
Son muy curiosos los mercados populares en los que se vende de todo, absolutamente de todo, y en los que nada sirve para nada. Zapatos a 50 céntimos, pero eso sí, sólo un zapato. Si en algún otro puesto, o cualquier otro día de mercado encuentras el otro, entonces habrás comprado un par de zapatos por un euro, sino, un sólo zapato por 50 céntimos. Venden gafas graduadas a granel extendidas sobre una manta en el suelo. Es cuestión de comenzar a probarlas (con éstas no leo, con éstas tampoco, ¿pero sabe usted leer?, no, entonces para que quiere unas gafas) hasta que encontremos unas con las que veamos algo. Yo tengo unas. No veo absolutamente nada con ellas, pero me quedan bien.
Pero sorprende sobre todo los objetos tan viejos (una peça, 1€; tres a 2€) que pretenden vender: bisagras oxidadas, clavos doblados, cabezas de muñecas bizcas, el cable de las lucecitas del árbol de Navidad pero sin lucecitas, sólo el cable; moldes de madera para hacer zapatos, por si no encuentras el otro par y te lo quieres hacer tú; paquetes de tabaco vacíos, láminas de dibujos de Durero con manchas de grasa, un pequeño cuadro con la fotografía de una pareja de novios, planchas de carbón, herraduras con sólo seis agujeros, transistores de tercera o cuarta mano, botijos sin pitorro, cuadros de 'La última cena' de Da Vinci, discos de vinilo de Violeta Parra, bolsos de mujer feos, muy feos, horrorosos, maquinitas de videojuegos de las que regalaban en Telepizza, muñequitos de plástico de indios y vaqueros, orinales estampados,... Y así hasta el infinito de las cosas que todos tenemos en casa, que nunca tiramos por si hacen falta pero que no sirven para nada y que, si viviéramos en Lisboa, podríamos vendérselas a nuestros vecinos como si de un tesoro se tratase.
Más allá de los mercadillos que se montan una vez a la semana, podemos saborear este contacto con los lisboetas descolgándonos por las escalinatas del barrio de Alfama hasta la orilla del río. Callejuelas que se enroscan en las casas serpenteando entre balcones y patios con naranjos, ropa tendida y olor a comida haciéndose en las cocinas, nos llevan por espacios que recuerdan a las medinas árabes con sabor a cilantro y 'a churrasco de frango'. A lo mejor la música de un fado antiguo se escucha más allá de una ventana y ese sonido completa una fotografía de sentidos portugueses, muy portugueses.

No hay comentarios: