jueves, 26 de diciembre de 2013
CUENTOS TONTOS Y CORTOS PARA UN DÍA DE NAVIDAD
CUENTOS
viernes, 20 de enero de 2012
LA NEVERA DE LAS MENTIRAS
La nevera estaba en el centro del pueblo, en una plaza que no tenía adoquines sino que era un verde prado de hierba fresca. Y en el centro de ese verdor, la nevera blanca como la nieve. Siempre cerrada.
Los vecinos acudían a ella para dejar o coger mentiras, pero siempre cerraban la puerta después. Si alguien tenía que decir una mentira emprendía entonces el camino hacia el prado en busca de la nevera para abrirla y coger la invención que necesitaba. Cuando llegaba a la nevera, al abrir la puerta salía un aire frío que daba en el rostro. Dentro estaban las mentiras que eran también frías, muy pesadas y cortaban como un cuchillo afilado. Cuando un vecino cogía una y la llevaba encima, no podía ocultarlo. Se le notaba al andar y en los gestos del rostro. Y la gente decía, ese lleva una mentira encima. Y el portador de la falsedad se avergonzaba, agachaba la cabeza, se arrepentía y volvía a dejar la mentira en la nevera.
De esta forma, en este pueblo de las montañas, la gente no utilizaba las mentiras y la sinceridad corría por las calles al encuentro de cada habitante.
Pero un día alguien se dejó abierta la puerta de la nevera.
Era un día caluroso pero a pesar de ello, el aire frío del interior de la nevera salió a las calles y se iba encontrando con los vecinos dejando un semblante de desconfianza en sus rostros. Cuando alguien se encontraba con otra persona notaba esa suspicacia en la cara y le volvía temeroso. Así, los vecinos comenzaron a acudir a la nevera en busca de una mentira que les defendiera. Pero el calor había entrado en las estanterías y había descongelado las mentiras. Ya no eran frías ni pesadas ni cortaban como cuchillos. Ahora eran ligeras y suaves y se podían llevar en el bolsillo o en el puño cerrado de una mano sin que los demás se dieran cuenta.
Por primera vez se escucharon en ese pueblo de las montañas frases como: ‘yo no fui’, ‘llámame en cinco minutos que estoy en una reunión’, ‘me voy porque tengo prisa’, ‘mañana te pago’, ‘te juro que no se lo voy a contar a nadie’, ‘me lo dejé en casa’, ‘ese vestido te queda muy bien’, ‘sólo tengo ojos para ti’ o ‘la última y nos vamos’.
Pronto la nevera se quedó vacía. Todos los vecinos tenían mentiras para los demás, menos uno, que cuando llegó a la nevera ya no quedaba ninguna para él. Así que no le quedó más remedio que seguir diciendo la verdad.
En el día a día con el resto de personas del pueblo se iba enfrentando a las mentiras de todos. Un mañana, a la hora de pagar el desayuno en el bar, su acompañante dijo que no llevaba dinero y que si le podía invitar. Él, que sólo podía decir la verdad, le contestó, estás mintiendo. El otro insistió y el vecino que no podía mentir le planteo: si te demuestro que mientes, ¿me darás la mentira y no la utilizarás más? El otro aceptó porque se creía seguro en su falsedad. Dicho esto, el hombre que no podía mentir se agachó, cogió del suelo un billete y le dijo al mentiroso: se te cayó del bolsillo cuando sacaste tu mentira.
Y así fue recogiendo todas las mentiras de sus vecinos y las fue guardando de nuevo en la nevera donde se conservaron frías, pesadas y afiladas como cuchillos con la puerta bien cerrada.
domingo, 5 de junio de 2011
VIVIR CADA DÍA
05.00 El humo de la leña de eucalipto ardiendo en la lumbre hace que le lloren los ojos. Instintivamente se pasa el dorso de su mano izquierda por la cara. Una mano morena, un poco sucia, poco femenina y acostumbrada al trabajo. Los cabellos, negros, le caen por la cara también sucia. Aún no se ha lavado ni peinado. Pasan pocos minutos de las cinco de la mañana, la oscuridad de la noche ocupa toda la estancia de la cocina salvo el resplandor de las llamas que comienzan a calentar el agua de la olla. En su interior, papas, alguna cebollita chica, unas pizcas de ají y otras verduras. A su lado, en otra olla, la mujer prepara un ají de gallina que será comida y cena para los niños.
Ella ha sido como siempre la primera en levantarse en la casa. Dentro de un rato sus hijos alborotarán la pequeña estancia de la cocina pidiendo un plato de esa sopa que empieza a hervir en el fuego.
A tientas sale al corral. En el cielo se ven algunas estrellas cuando las nubes abren un hueco. Aún es de noche. Sin necesidad de alumbrarse, los pasos la llevan hasta el pilón. Allí se lava la cara y sin secarse el agua que le escurre por el rostro mojando la chompa, coge el peine que guarda entre dos piedras de la pared y comienza a peinarse.
Áurea de la Cruz tiene 44 años y siete hijos, y éste es el momento más tranquilo del día, cuando espera que las primeras luces vayan inundando los espacios abiertos del corral y poco a poco se atrevan a entrar en las estancias de la casa para terminar de despertar a su marido y a su prole. Antes de que llegue ese momento dispone de unos minutos para ella. Tendrá que ir a primera hora al mayorista a comprar papas, sobre todo camotillo que se acabó ayer, piensa. Su marido la llevará en el triciclo y podrán traer la carga. Le espera un duro día de mercado pero allí es feliz. Se ríe con sus compañeras de los puestos de al lado. Mientras piensa esto se le dibuja una sonrisa en la cara, pero nadie puede verla.
06.00 Ya clarea y el frío se hace notar en los primeros días de agosto, los más intensos del invierno austral. Los vientos soplan ligeros desde las cumbres nevadas del Huaytapallana y bajan con aromas a tierra hasta las casas de Pucará. Se echa el aguayo sobre los hombros y entra de nuevo en la cocina para remover la olla que borbollonea al son de las llamas espesando el caldo. Atiza la lumbre, arrima otro palo de eucalipto y vuelve a salir al corral. Ya casi es de día y la confirmación llega desde la pared de atrás, donde las gallinas. El quiquiriquí del gallo despierta al resto de los animales: patos, palomas, cuyes, un par de gatos y el perro Pilín.
Comienza un nuevo día para Áurea y su familia. Mientras prueba la sopa caliente y decide añadirle unas hojas picadas de culantro, oye los pasos de su marido atravesando el corral subiendo el pequeño terraplén que separa el dormitorio de la cocina. No hay palabras ni una caricia ni un beso. El hombre se sienta a su lado, busca el calor junto a la lumbre y cruza una mirada con ella. Con eso le basta. Macedonio Candiotti es el padre de familia, de una familia numerosa que empieza a despertarse.
07.00 La pequeña Rubí de sólo 3 años está llorando. Es muy pronto para ella pero sus hermanos ya han saltado de la cama. Ruth le ayuda a vestirse. Toda la familia se recoge en la misma estancia, una habitación con una litera en la que duermen los niños (los cuatro pequeños arriba y los tres más mayores en la de abajo), y otra cama para los padres. El suelo es de tierra como el del corral y las paredes muestran los bloques de adobe con los que están construidas. Sólo una bombilla cuelga del techo e ilumina la estancia entre el jaleo de siete niños que se afanan en vestirse con sus ropas sin confundirse con las de sus hermanos mientras sortean el montón de zapatos que se esparce por el suelo. Junto a la puerta de entrada, en la pared de la derecha cuelgan dos cuadros con fotos familiares y al fondo uno más grande con la imagen de la Virgen de Cocharcas, muy venerada en estas tierras del valle del Mantaro.
Minutos después, en la pequeña cocina se arremolina ya la familia en torno al desayuno a base de leche, ‘cuaquer’ (avena molida, agua y leche) y sopa. El frío entra por la puerta que permanece abierta y se mezcla con el vaho de nueve respiraciones compartiendo un espacio minúsculo. Además de los padres, sumergen la cuchara en la sopa, por turnos, Abel, el mayor, de 13 años, Ruth, de 12, José, de 9, Janet, de 8, Yaky, de 7, y los más pequeños, Fran, de 5 años y Rubí, de 3, que aún come en las faldas de su madre.
08.00 Comienza el día para todos ellos. En primer lugar, Áurea recorre la calle que separa su casa del Parque de San Martín de Pucará. Calle que es camino de tierra con barro en algunos puntos tras la tormenta de ayer. Junto al parque que ahora se muestra silencioso, se levanta el edificio de tres plantas de la Casa de la Cultura. La pequeña Rubí pasará la mañana en el Centro de Atención Temprana gestionado por la municipalidad, un espacio de juegos entre paredes decoradas con vivos colores.
El resto de niños, menos Abel, van todos a la escuela de Pucará. El pequeño Fran, con sus cinco años, es aún alumno libre; Yaky cursa 2º grado, Janet 3º, José 5º y Ruth está en 6º grado, lo que significa que el próximo curso ya irá al colegio, a Huancayo. Entonces tendrá que acompañar a sus papás, como lo hace Abel, que cada mañana se monta en la combi con ellos, en la misma plaza de Pucará para llegar hasta el Mercado Modelo de la ciudad donde su madre atiende el puesto de venta.
A esta hora la combi está llena de personas que se apretujan aún somnolientas contra los estrechos asientos del vehículo. “Huancayo, Sapallanga, Modelo, Modelo,…”, va gritando el ‘churre’ (el cobrador), al pie de la furgoneta.
09.00 El viaje hasta Huancayo dura algo más de media hora después de atravesar el distrito de Sapallanga y un buen tramo de la calle Real atestada ya a esta hora de pequeños comerciantes que despliegan a lo largo de las aceras sus puestos de venta. A la altura de la cuadra 12 la combi gira hacia la derecha y se adentra en la ciudad en dirección al Mercado Modelo. Aquí la actividad comienza a ser vertiginosa.
Macedonio, Áurea y Abel se bajan en medio de las calles populosas y cruzan a pie las cuadras que distan de la calle Nueva Piura. Allí, en el número 335, está su puesto de venta. Los saludos se suceden con los conocidos del mercado.
La primera actividad esta mañana será ir al mayorista a abastecerse de papas para la venta. Mientras Áurea se queda abriendo el puesto, hablando y riendo ya con Ana, su vecina del mercado, Macedonio y Abel se dirigen a la cochera cercana donde guardan el triciclo, el otro medio de vida de la familia. El triciclo es en realidad una bicicleta con un carrito de dos ruedas en la parte delantera para llevar la carga. Macedonio se sienta en el sillín y dando pedales hace avanzar el vehículo por las transitadas calles de Huancayo. En este primer viaje de la mañana, su hijo Abel le acompaña sentado en el carrito delantero. Hoy el primer viaje será para llevar camote (esa papa arrugada y de sabor dulce) hasta el puesto de venta de Áurea. Después, como todos los días, Macedonio recorrerá la ciudad una y mil veces haciendo portes de un lado a otro. Ese es su trabajo ahora, aunque él es albañil de profesión.
10.00 Con su chompa abierta de tonos azulados y marrones, con mandil sobre la pollera y con el ‘buzo’ (pantalón largo) debajo, Áurea va despachando papas a lo largo de la mañana. Desde 0,50 a 3,50 nuevos soles el kilo, las distintas variedades que vende se exponen en los grandes sacos de malla abiertos para que se vea la mercancía. Sin perder la sonrisa, se agacha sobre las papas, echa en la bandeja metálica la cantidad aproximada, se acerca al peso, iguala quitando unas o añadiendo otras con la mano, y cuando tiene la cantidad deseada llena la bolsa de plástico. “Sus cuatro kilos, señora. Un sol”. La señora quiere también camotillo, así que Áurea repite la operación llenando otra bolsa con esas papitas pequeñas, arrugadas y amarillentas. Así una y otra vez. “Y que no pare”, dice. Vender papas es su trabajo y, en este caso, el pan de sus hijos. Desde hace doce años, la familia Candiotti-De la Cruz regenta este puesto de venta en el Mercado Modelo de Huancayo.
11.00 Abel se tiene que ir al colegio. Tiene clases desde las doce del mediodía hasta las seis de la tarde. Con trece años recién cumplidos, estudia Tercer Grado en el Colegio Santa Isabel de la ciudad. Vestido con el uniforme, jersey de cuello de pico de color granate, camisa blanca, corbata y pantalón azul marino, mientras está en el puesto del mercado con su madre, tiene cuidado de no mancharse. Sabe mucho de geografía y le gustan las matemáticas.
En el colegio pasa las horas centrales del día, incluido el almuerzo, y regresará pasadas las seis de la tarde, cuando ya anochece, hasta este número 335 de la calle Nueva Piura para acompañar a su madre vendiendo papas un rato más, hasta la hora de cerrar el puesto.
12.00 Mientras, en la escuela de Pucará, el resto de los hijos de Áurea están en clase. Ruth, con doce años, es ahora la ‘mamá’ de todos ellos. De su cuello cuelga durante todo el día la llave del candado de la casa, símbolo de su responsabilidad. Con ella han bajado muy pronto la cuesta embarrada de su casa, han cruzado el parquecito que hay delante de la escuela, presidido por la estatua de bronce que representa al mariscal Andrés Avelino Cáceres, aquel militar que expulsó a los chilenos de la sierra central del Perú en 1882, y los niños han ido buscando su aula correspondiente para pasar la mañana.
Al mediodía es la hora del recreo, pero aquí no hay bollos de chocolate ni bocadillos. Esta mañana los profesores les han repartido unos panecillos dulces y dos bolsas de plástico de leche pasteurizada, a través de un programa poco eficiente del Gobierno de la República del Perú. Se trata de una campaña que llega a todas las escuelas públicas y que busca combatir los altos niveles de desnutrición de los niños peruanos. Pero tanto los panecillos como la leche son guardados en la mochila. Tal vez la mamá en casa sepa distribuirlos mejor entre los hermanos y ella decidirá cuándo deben comerlos. Muchas veces ese alimento será el único que haya en la mesa a la hora de comer.
14.00 Ya en casa, Ruth vuelve a ser ‘mamá’ de sus hermanos pequeños y enciende la lumbre, calienta la olla de ají de gallina y consigue sentarlos a todos. “El pequeño, Fran, es el más revoltoso y comilón, pega a todos”, dice. Mientras Ruth prepara la comida, José entra en el dormitorio y enciende el aparato de radio. Enseguida suena en todo el corral la música tradicional del valle del Mantaro, el ‘Huaylarsh’, los ‘huaynos’ y los ‘huaynitos’, ritmos reconocibles y cuya representante máxima es la cantante folclórica ‘Flor Pucarina’, precisamente natal de esta comunidad de Pucará y famosa en todo el Perú.
16.00 La tarde es para el juego pero también para “hacer la tareas de la escuela”. En este caso Ruth es mamá y maestra. Lógica matemática, Comunicación, Culturas, son las asignaturas que cursan los niños. Sin sitio para sentarse, apoyada en una tosca mesa de madera, en otra de las estancias que se abren al corral de la casa, la niña dibuja y escribe en su cuaderno.
Fuera, los más pequeños juegan con los animales. Es su tarea echarles de comer. José atiende la docena de gallinas que tienen llenando sus comederos de ‘morocho’ (maíz molido) y cebada. También tienen un par de cuyes, algunas palomas y dos patos. “Les llamamos ‘Patricios’, a los dos”, dice, mientras coge a uno en brazos.
Entre atender a sus hermanos, más las tareas de la escuela y de la casa, Ruth pasa el día ocupada. Los martes y los miércoles, después del almuerzo, participa en los talleres que la organización Proyecto de Desarrollo Integral desarrolla en Pucará, cerca de su casa. Los talleres educativos complementan su formación escolar y animan a los niños a la participación. Desde hace un año y medio todos los hermanos pertenecen a la Asociación Educativa Infantil y Ruth, además, ostenta el cargo de tesorera. Una responsabilidad más.
Los sábados es el día de lavar la ropa. Desde muy temprano toda la familia se acerca al río de Pucará con los fardos de ropa para lavar agachados sobre la corriente. A lo largo de la mañana las prendas de todos los tamaños, como los niños, irán secándose extendidas al sol sobre la hierba, la retama o las rocas.
Los domingos, Ruth, acude a la catequesis de las monjas Ursulinas. En el mes de noviembre, cuando llegue la primavera, tomará la comunión.
21.00 Hace varias horas que cayó la noche sobre los Andes. En el corral de la casa de los Candiotti-De la Cruz sólo se ve a través del resplandor que sale de la cocina. Después de un largo día la familia vuelve a reunirse en torno a un plato de sopa y de ollucos (otro tubérculo muy típico de la cocina andina peruana). La pequeña Rubí, que lloró esta mañana al despertarse, está ya dormida en los brazos de su madre.
Como si el cansancio hiciera mella en todos, el silencio ocupa la estancia y las conversaciones, escasas, son en voz baja. Poco a poco los niños se van a dormir y ocupan su lugar repartidos en las dos literas. En la cocina queda Áurea sentada junto a su marido. Las brasas de la lumbre se van apagando y con ellas el día. Con cada rescoldo que se extingue se borra un recuerdo: las risas y los juegos de los niños, el bullicio del mercado, las apreturas de la combi, los llantos de la pequeña Rubí, la voz de la maestra en la escuela, los olores de la sopa. Hace frío. Casi instintivamente, Áurea se cierra el jersey sobre su pecho y se arrima un poco más a su marido.
domingo, 8 de mayo de 2011
LIMPIEZA
“Todo limpio, todo limpio. No se preocupe. Usted a sus cosas que yo me ocupo. La cocina, el salón, el baño, las escaleras y el portal si hace falta. Y le pongo la lavadora, y la secadora, y le plancho la ropa, y se la doblo en el armario. Y le preparo un guiso para cuando vuelva, y ahí lo tiene para cenar o para cuando quiera. ¿Qué, le gustan las patatas con costilla? ¿O prefiere un cocido? Si es que lo jóvenes de hoy en día no sabéis comer. Todo el día con las hamburguesas”.
Como una metralleta sonaban sus palabras en mi cabeza. Pero qué ganas de hablar tan temprano. Y esto. Y lo otro. Y lo de más allá… ¡Y dale!
Agarrado a la taza de café, sentado en el taburete junto a la barra de la cocina americana, en mi casa que siempre había sido un lugar más de silencios que de hirientes conversaciones matutinas, aquella mañana maldije en mis pensamientos a la asistenta y maldije la hora en que se me ocurrió llamar a aquella empresa de limpieza doméstica. Entre maldiciones me preguntaba por qué tenía que venir a las ocho de la mañana a limpiar mi casa con lo largo que era el día y, como si la señora escuchara mis pensamientos, le oí decir desde el fondo de mi dormitorio, donde abría ventanas y sacudía sábanas: “Yo vengo a hacer lo tuyo primero porque me deja por aquí el autobús desde mi casa. Así a media mañana me cojo el metro ahí abajo y me voy a limpiar donde la señora Mayte porque a ella le viene bien que esté a esas horas y así le recojo también a los chiquillos cuando salen de la escuela. Y ya le hago la compra y la comida y le limpio y todo”.
Y esto y lo otro. Y lo de más allá. Ya estaba otra vez.
“Porque ella no hace nada, ¿sabe usted? Ella se levanta a las once o después todos los días y por eso tengo que ir más tarde a hacer su casa. Que le molesto, dice, si voy antes”.
¡Joder que si molesta! Y no paraba. En diez minutos me había puesto la casa patas arriba. Entraba frío por las ventanas con la excusa de ventilar. La mujer llevaba varios frentes a la vez y tenía la escoba aparcada en medio del salón junto a un montón de pelusa rescatada de su descanso eterno tras el sofá; el cubo de la fregona estaba en medio del pasillo y la propia fregona apoyada en el lavabo, reflejada su anorexia en el espejo. Allí me la encontré cuando entré para afeitarme.
“Aparta la fregona si te estorba”, se oyó desde la terraza.
Tenía esa cualidad. Controlaba todo el espacio desde donde estuviera. Sabía en todo momento donde me encontraba yo.
“Ahora voy y te limpio el baño. Te vas a poder mirar en los azulejos del brillo que les voy a sacar”, se la oía cascarrabiar mientras pegaba una paliza a mi alfombra del Ikea. Mareada la dejó a la pobre, reposando su desgracia sobre el alféizar de la ventana, después de golpearla sobre el muro de la terraza mientras esparcía mis pelusas, mis pelos caídos y mis ácaros ya casi domesticados, sobre los viandantes que circulaban rutinarios tres pisos más abajo.
Plantado ya frente al espejo, dispuesto a acicalarme antes de abandonar en mi hogar a ‘doña Peleona’, me vi reflejado y, como si encontrarme otra vez, como cada mañana en ese espacio cerrado por el marco del espejo, supusiera abrirme a los recuerdos, me vino a la cabeza la historia que trajo a la asistenta a mi casa.
Dejadez. Esa podría ser la explicación. Pero a la dejadez se llega por rutina mal controlada, por el acostumbramiento diario con atisbos ligeros de depresión que no despiertan el entusiasmo en el quehacer diario de las labores del hogar. De esa forma fueron apareciendo pequeños ecosistemas en lugares insospechados de la casa como debajo de la cama, en los azulejos del baño o de la cocina, o en el ya nombrado espacio que queda entre el sofá y la pared, donde habitaba una colonia de pelusas tan evolucionadas que, en su devenir histórico, habían dejado tiempo atrás el Renacimiento e iban ya por la revolución industrial. Todo ese progreso se lo cargó de una pasada de escoba la recién contratada asistenta que seguía con su cantinela (aunque de canto melodioso tenía poco) mientras fregaba esta vez los platos en la cocina.
Limpiaba por encima de los armarios cuando yo bajaba en el ascensor camino de mi trabajo abandonando mi piso al incesante movimiento de sus trapos y bayetas.
Volví a casa a última hora de la tarde. En todo el día me había acordado de ‘doña Peleona’ ni de su cantinela y mientras entraba en el portal del edificio me vino a la cabeza aquel despertar de zafarrancho de combate que me produjo la visita de la limpiadora de hogar que me mandó, tan temprano, la empresa a la que llamé. Me produjo una buena sensación pensar que entraría en mi piso y todo estaría limpio. Y me produjo una mejor sensación saber que aquella señora no volvería hasta dentro de una semana.
Salí del ascensor en el tercer piso con las llaves ya en la mano y abrí la puerta impaciente. El pasillo estaba casi en penumbra y un olor distinto ocupaba ese espacio. Me dio la sensación de estar entrando en la casa de otra persona. Incluso avancé temeroso los primeros metros. No reconocía nada de lo que veía en esa estancia. Me detuve. Sin girarme volví sobre mis pasos hasta plantarme de nuevo en el rellano. 3º D. Eso ponía sobre la puerta. Ese era mi piso. Incluso la letra D estaba un poco desnivelada, como había estado siempre. Volví a entrar y esta vez avancé hasta el salón con la misma extraña sensación que la primera vez. No reconocía nada de lo que veía. La última luz del día entraba por el ventanal del fondo. Era un salón amplio con un sofá blanco junto a una de las paredes. Un sofá que me resultó desconocido. Como la mesa, como las sillas, como los cuadros, como la alfombra, como el color de las paredes, como el olor. ¿Qué sitio era ese?
Empecé a encontrarme mal y volví a salir al rellano, esta vez casi corriendo. Allí estaba otra vez frente a la puerta de mi piso. Esa era la puerta. Arriba 3º D, con la D un poco desnivelada, pero lo que había dentro no lo reconocía. Antes de pasar otra vez llamé a la puerta de al lado. Salió Diana, mi vecina. ¡Hola! ¿Qué tal? ¿Qué pasa? Y casi no supe que contestar. Así que me inventé una excusa y ella desapareció tras su puerta. Yo volví a la mía. Porque era la mía. Al menos por fuera. Mi rellano, mi ascensor, mi vecina, mi letra D un poco desnivelada. Pasé de nuevo al piso y lo recorrí como si todo fuera la primera vez. Eso sí, estaba todo limpio como los chorros del oro. La cocina parecía de anuncio, el dormitorio estaba tan ordenado como en un catálogo de muebles. Todo al milímetro, todo ordenado.
La sensación ya no era desconcierto o asombro, era angustia incluso pánico. Me temblaban las manos mientras las pasaba por las cosas buscando en ellas cotidianidad, añoranza tal vez, un poco de calor en medio de aquellas estancias desconocidas.
En la cocina abría los armarios y todo estaba tan ordenado y limpio que las volvía a cerrar con cuidado. Frente al fregadero llené un vaso de agua del grifo y me senté junto a la mesa de la cocina. Bebía agua para calmar los nervios y mientras bebía, a través del vaso de cristal que distorsiona los objetos, descubrí sobre la encimera un papel de colores. Por fin algo fuera de lugar.
Poco pudo calmarme el agua que bebí. Gotas de sudor frío cubrían mi cuello cuando leí en aquel papel: “Limpiatrans. Empresa de limpiadoras del hogar. Limpiamos hasta los recuerdos”.
miércoles, 6 de abril de 2011
SUEÑO
sábado, 15 de enero de 2011
SER FELICES
El doctor Francisco Fernández-Avilés, una de las grandes eminencias del mundo en cardiología, que por cierto es de Cuenca, aconseja para tener un corazón sano "intentar ser lo más feliz posible". "Con el nivel de vida que hemos alcanzado en los países occidentales tenemos que ser compasivos con los demás, estar agradecidos con esta vida y ser muy felices. Estoy convencido de que el corazón tiene mucho que ver con los sentimientos", añade.
Esto lo dice uno de los mejores cardiólogos del mundo, jefe del servicio de Cardiología del hospital 'Gregorio Marañón' de Madrid.
Yo me lo creo.