domingo, 8 de mayo de 2011

LIMPIEZA

“Todo limpio, todo limpio. No se preocupe. Usted a sus cosas que yo me ocupo. La cocina, el salón, el baño, las escaleras y el portal si hace falta. Y le pongo la lavadora, y la secadora, y le plancho la ropa, y se la doblo en el armario. Y le preparo un guiso para cuando vuelva, y ahí lo tiene para cenar o para cuando quiera. ¿Qué, le gustan las patatas con costilla? ¿O prefiere un cocido? Si es que lo jóvenes de hoy en día no sabéis comer. Todo el día con las hamburguesas”.

Como una metralleta sonaban sus palabras en mi cabeza. Pero qué ganas de hablar tan temprano. Y esto. Y lo otro. Y lo de más allá… ¡Y dale!

Agarrado a la taza de café, sentado en el taburete junto a la barra de la cocina americana, en mi casa que siempre había sido un lugar más de silencios que de hirientes conversaciones matutinas, aquella mañana maldije en mis pensamientos a la asistenta y maldije la hora en que se me ocurrió llamar a aquella empresa de limpieza doméstica. Entre maldiciones me preguntaba por qué tenía que venir a las ocho de la mañana a limpiar mi casa con lo largo que era el día y, como si la señora escuchara mis pensamientos, le oí decir desde el fondo de mi dormitorio, donde abría ventanas y sacudía sábanas: “Yo vengo a hacer lo tuyo primero porque me deja por aquí el autobús desde mi casa. Así a media mañana me cojo el metro ahí abajo y me voy a limpiar donde la señora Mayte porque a ella le viene bien que esté a esas horas y así le recojo también a los chiquillos cuando salen de la escuela. Y ya le hago la compra y la comida y le limpio y todo”.

Y esto y lo otro. Y lo de más allá. Ya estaba otra vez.

“Porque ella no hace nada, ¿sabe usted? Ella se levanta a las once o después todos los días y por eso tengo que ir más tarde a hacer su casa. Que le molesto, dice, si voy antes”.

¡Joder que si molesta! Y no paraba. En diez minutos me había puesto la casa patas arriba. Entraba frío por las ventanas con la excusa de ventilar. La mujer llevaba varios frentes a la vez y tenía la escoba aparcada en medio del salón junto a un montón de pelusa rescatada de su descanso eterno tras el sofá; el cubo de la fregona estaba en medio del pasillo y la propia fregona apoyada en el lavabo, reflejada su anorexia en el espejo. Allí me la encontré cuando entré para afeitarme.

“Aparta la fregona si te estorba”, se oyó desde la terraza.

Tenía esa cualidad. Controlaba todo el espacio desde donde estuviera. Sabía en todo momento donde me encontraba yo.

“Ahora voy y te limpio el baño. Te vas a poder mirar en los azulejos del brillo que les voy a sacar”, se la oía cascarrabiar mientras pegaba una paliza a mi alfombra del Ikea. Mareada la dejó a la pobre, reposando su desgracia sobre el alféizar de la ventana, después de golpearla sobre el muro de la terraza mientras esparcía mis pelusas, mis pelos caídos y mis ácaros ya casi domesticados, sobre los viandantes que circulaban rutinarios tres pisos más abajo.

Plantado ya frente al espejo, dispuesto a acicalarme antes de abandonar en mi hogar a ‘doña Peleona’, me vi reflejado y, como si encontrarme otra vez, como cada mañana en ese espacio cerrado por el marco del espejo, supusiera abrirme a los recuerdos, me vino a la cabeza la historia que trajo a la asistenta a mi casa.

Dejadez. Esa podría ser la explicación. Pero a la dejadez se llega por rutina mal controlada, por el acostumbramiento diario con atisbos ligeros de depresión que no despiertan el entusiasmo en el quehacer diario de las labores del hogar. De esa forma fueron apareciendo pequeños ecosistemas en lugares insospechados de la casa como debajo de la cama, en los azulejos del baño o de la cocina, o en el ya nombrado espacio que queda entre el sofá y la pared, donde habitaba una colonia de pelusas tan evolucionadas que, en su devenir histórico, habían dejado tiempo atrás el Renacimiento e iban ya por la revolución industrial. Todo ese progreso se lo cargó de una pasada de escoba la recién contratada asistenta que seguía con su cantinela (aunque de canto melodioso tenía poco) mientras fregaba esta vez los platos en la cocina.

Limpiaba por encima de los armarios cuando yo bajaba en el ascensor camino de mi trabajo abandonando mi piso al incesante movimiento de sus trapos y bayetas.

Volví a casa a última hora de la tarde. En todo el día me había acordado de ‘doña Peleona’ ni de su cantinela y mientras entraba en el portal del edificio me vino a la cabeza aquel despertar de zafarrancho de combate que me produjo la visita de la limpiadora de hogar que me mandó, tan temprano, la empresa a la que llamé. Me produjo una buena sensación pensar que entraría en mi piso y todo estaría limpio. Y me produjo una mejor sensación saber que aquella señora no volvería hasta dentro de una semana.

Salí del ascensor en el tercer piso con las llaves ya en la mano y abrí la puerta impaciente. El pasillo estaba casi en penumbra y un olor distinto ocupaba ese espacio. Me dio la sensación de estar entrando en la casa de otra persona. Incluso avancé temeroso los primeros metros. No reconocía nada de lo que veía en esa estancia. Me detuve. Sin girarme volví sobre mis pasos hasta plantarme de nuevo en el rellano. 3º D. Eso ponía sobre la puerta. Ese era mi piso. Incluso la letra D estaba un poco desnivelada, como había estado siempre. Volví a entrar y esta vez avancé hasta el salón con la misma extraña sensación que la primera vez. No reconocía nada de lo que veía. La última luz del día entraba por el ventanal del fondo. Era un salón amplio con un sofá blanco junto a una de las paredes. Un sofá que me resultó desconocido. Como la mesa, como las sillas, como los cuadros, como la alfombra, como el color de las paredes, como el olor. ¿Qué sitio era ese?

Empecé a encontrarme mal y volví a salir al rellano, esta vez casi corriendo. Allí estaba otra vez frente a la puerta de mi piso. Esa era la puerta. Arriba 3º D, con la D un poco desnivelada, pero lo que había dentro no lo reconocía. Antes de pasar otra vez llamé a la puerta de al lado. Salió Diana, mi vecina. ¡Hola! ¿Qué tal? ¿Qué pasa? Y casi no supe que contestar. Así que me inventé una excusa y ella desapareció tras su puerta. Yo volví a la mía. Porque era la mía. Al menos por fuera. Mi rellano, mi ascensor, mi vecina, mi letra D un poco desnivelada. Pasé de nuevo al piso y lo recorrí como si todo fuera la primera vez. Eso sí, estaba todo limpio como los chorros del oro. La cocina parecía de anuncio, el dormitorio estaba tan ordenado como en un catálogo de muebles. Todo al milímetro, todo ordenado.

La sensación ya no era desconcierto o asombro, era angustia incluso pánico. Me temblaban las manos mientras las pasaba por las cosas buscando en ellas cotidianidad, añoranza tal vez, un poco de calor en medio de aquellas estancias desconocidas.

En la cocina abría los armarios y todo estaba tan ordenado y limpio que las volvía a cerrar con cuidado. Frente al fregadero llené un vaso de agua del grifo y me senté junto a la mesa de la cocina. Bebía agua para calmar los nervios y mientras bebía, a través del vaso de cristal que distorsiona los objetos, descubrí sobre la encimera un papel de colores. Por fin algo fuera de lugar.

Poco pudo calmarme el agua que bebí. Gotas de sudor frío cubrían mi cuello cuando leí en aquel papel: “Limpiatrans. Empresa de limpiadoras del hogar. Limpiamos hasta los recuerdos”.


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