sábado, 15 de enero de 2011

SER FELICES


El doctor Francisco Fernández-Avilés, una de las grandes eminencias del mundo en cardiología, que por cierto es de Cuenca, aconseja para tener un corazón sano "intentar ser lo más feliz posible". "Con el nivel de vida que hemos alcanzado en los países occidentales tenemos que ser compasivos con los demás, estar agradecidos con esta vida y ser muy felices. Estoy convencido de que el corazón tiene mucho que ver con los sentimientos", añade.
Esto lo dice uno de los mejores cardiólogos del mundo, jefe del servicio de Cardiología del hospital 'Gregorio Marañón' de Madrid.
Yo me lo creo.


martes, 11 de enero de 2011

CITÉ SOLEIL, EL BASURERO DE HAITÍ

El 12 de enero de 2010 un terremoto de 7,3 grados en la escala de Richter sacudió la ciudad de Puerto Príncipe, la capital de Haití, el país más pobre de América Latina. Las devastadoras consecuencias del seísmo dejaron 250.000 muertos y una estampa de horror en la capital del país caribeño. El seísmo se llevó por delante gran parte de los edificios atrapando entre sus escombros a miles de ciudadanos. Entre ellos, el Palacio de la Gobernación o el de Naciones Unidas, falleciendo algunos ministros y más de una decena de empleados de la ONU.

Pero el horror estaba en las calles. Con millón y medio de habitantes, Puerto Príncipe acoge a una población con muchas carencias y que ya de por sí vive por debajo del umbral de pobreza.


LAS HIJAS DE LA CARIDAD

En el suburbio de Cité Soleil, el basurero de Puerto Príncipe, trabajan unas monjas españolas que reciben apoyo económico desde Cuenca. A través de una asociación con el mismo nombre del barrio marginal, distintas personas colaboran económicamente con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, una congregación que cada día, desde hace casi 40 años, se enfrenta a la pobreza de las chabolas de Cité Soleil.

Desde Haití llega el testimonio de la monja conquense Sor Milagros Caballero que en una de sus últimas visitas a Cuenca explicaba: “Es un suburbio muy pobre donde la mayoría de las casas están hechas de cartón, de madera o de metal. Hay muy pocas que están bien construidas con bloques de cemento. Allí trabajamos las Hijas de la Caridad con cerca de 1.600 niños”.

Circunstancialmente, Sor Milagros se encontraba fuera de Haití cuando ocurrió el terremoto ya que viajó a Puerto Rico por una revisión médica. Tiene 78 años y a pesar de su edad y de los achaques de la misma, no duda en seguir en Cité Soleil. “Cada tres años me vengo unos meses a Cuenca a ver a mi hermana que ya la echaba de menos”, comenta Sor Milagros. “Pero cuando vengo aquí echo de menos Cité Soleil”. Allí, junto a otras monjas se ocupa, junto a un extenso grupo de profesores, de la educación de los niños. “Yo soy responsable de 450 niños de pre-escolar que no pagan debido a lo que nos ayuda Cuenca. Casi lo cubrimos todo. Tenemos 20 profesoras que trabajan con ellos”, apunta Sor Milagros. “Al mismo tiempo yo me ocupo de las mamás de estos niños. Les enseño a trabajar, a coser, a realizar artesanía. Esos trabajos los vendemos para pagarles a ellas cada semana. Con ese dinero pueden dar de comer a sus hijos los sábados y domingos porque el resto de los días comen con nosotras”.

La pobreza es extrema en el basurero de Puerto Príncipe. “La gente carece de todo”, nos dice Sor Milagros. “Afortunadamente nosotras aportamos algo de esperanza. Tenemos enfrente de nuestra casa los colegios y el Centro de Salud que nos ha construido la Embajada de España. Podemos decir que estamos bien. Los niños comen dos veces al día y están allí hasta que obtienen el certificado de Primaria”. El Centro de Salud referido está gestionado por la ONG ‘Médicos sin Fronteras’. “El Hospital lo construimos nosotros pero tras los disturbios ocasionados en el barrio por la marcha de Aristide, se lo dejamos al Estado”, apunta Sor Milagros. “Ahora son ‘Médicos sin Fronteras’ quienes lo llevan. Y muy bien”. Precisamente parte de todos esos edificios sufrieron las consecuencias del terremoto y algunos de ellos se vinieron abajo. Afortunadamente sin consecuencias para los trabajadores, pero como explicaba Florián Belinchón, miembro de la asociación conquense ‘Ayuda a Cité Soleil’, “parte de los dos mil niños que tenemos en el colegio sufrieron lesiones e incluso algunos murieron”. Florián ha lanzado un mensaje a los padrinos de Cuenca: “a los niños supervivientes hay que tenerles el mismo aprecio que a los demás y seguir con el apadrinamiento. Nosotros vamos a seguir apoyando la obra con vuestra ayuda y reconstruir todo lo que podamos”.

Cuando los niños que atienden las Hijas de la Caridad en Cité Soleil terminan la Primaria, tienen que cursar, al menos cuatro años en Secundaria para aprender un oficio y poder trabajar. “Nuestra congregación tiene también una asociación en Navarra que nos ayuda y manda un poco de dinero cada mes con el que pagamos el colegio a los niños que terminan la Primaria con nosotros hasta que puedan aprender un oficio y colocarse. A algunos, incluso, les estamos pagando la Universidad”.


CÓMO AYUDAR DESDE CUENCA

Mientras Sor Milagros y otras monjas de su congregación trabajan en Cité Soleil, su hermana Sor María, también miembro de las Hijas de la Caridad, trabaja desde Cuenca para recaudar el dinero que necesitan para educar y mantener a sus 1.600 niños. “Lo que más nos aporta es el apadrinamiento”, comenta Sor María. “Tenemos casi 800 socios que han apadrinado un niño, por 160 euros al año. Pero además, vendemos mantelerías o postales por encargo. Estas piezas las fabrican las madres de los niños de Cité Soleil. Ese trabajo se hace allí y se vende aquí. En concreto se puede adquirir en el Hospital de Santiago, donde está la sede de la Asociación ‘Ayuda a Cité Soleil’. Pero la gente que ya nos conoce realiza pedidos por encargo”.

domingo, 9 de enero de 2011

El abrigo de lana

Al doblar de forma delicada aquel abrigo de lana le vino a la memoria toda la historia de cómo lo consiguió. Se acordó del paseo entre las tiendas, de mirar entre las prendas que llenaban de color aquella calle junto a la playa. Fue ya hace muchos años, en el pueblecito peruano de Huanchaco, en el Pacífico. Mientras las yemas de sus dedos pasaban suavemente sobre la lana blanca se acordó de que aquella tarde de finales de julio hacía sol pero no calor, de que estuvieron tumbados en la arena mientras unos niños jugaban con un balón, mientras el sol caía sobre el Pacífico dejando ante sus ojos un atardecer luminoso que llenó de flores de calabaza cada reflejo sobre las aguas. Fue aquella tarde cuando descubrió en una de las tiendecitas de Huanchaco el abrigo de lana, pero no este que tenía ahora entre sus manos. Aquel estaba expuesto al fondo de una tiendecita estrecha. Lo vio cuando sus ojos estaban ya cansados de sortear las prendas que colgaban a ambos lados del pasillo. Le gustaba aquel abrigo de lana blanca tejido a mano y que ella se imaginaba ya puesto y apretujando su cuerpo. Preguntó el precio y le resultó caro. Pero tuvo una idea. “Un abrigo como ese me lo hacen en Lima por la mitad de precio. Le compro la lana a la costurera y ella me lo teje. Pero necesito decirle cómo es este abrigo”. Estas palabras las escuchaba su compañero incrédulo. “¿Qué vas a hacer?”, preguntó. “Tenemos que hacerle una foto”, dijo ella, “pero sin que se den cuenta”. La tarde se ponía interesante, sobre todo porque recordaba cómo les habían echado una vez de una tienda de Zara por algo parecido. El juego consistía en que ella hablaba con el dependiente, un joven con rastas, ojos rasgados y camisa y pantalón blancos que más parecía un “perroflauta” de Lavapiés que un peruano, con la intención de distraerle. Mientras, él tenía que tomar disimuladamente la foto del abrigo. La jugada salió bien y al día siguiente volvieron a Lima con la foto del abrigo de lana blanca que una costurera de Collique, allá en el deprimido cono norte de la ciudad, tejió con cariño en pocos días.

Habían pasado muchos años de aquella historia. Ahora tenía entre sus manos esa prenda de vestir que tanto calorcito le proporcionó en el crudo invierno de Ginebra, después en Madrid y a temporadas en el pueblecito manchego de su familia. El abrigo de lana blanca emprendía ahora una nueva etapa. Estaba bien conservado, lo había tratado con delicadeza estos años, lavándolo siempre a mano y en agua fría. Pero ya no se lo ponía. Así que esa mañana, cuando terminó de rememorar aquella historia y después de comprobar la suavidad de la lana al pasarla una vez más por sus mejillas, metió el abrigo, junto al resto de las prendas, en la bolsa que iba a dejar en el contenedor de la ropa usada.

Caminaba por la calle pensando en el destino de aquellas ropas. Por un lado recordaba cuándo se las había puesto ella y a qué acontecimientos estaban asociadas. La blusa azul con las cenefitas bordadas le recordaría siempre las calles de Madrid y aquellos últimos meses de universidad; el pantalón de paño gris no le traía muy buenos recuerdos porque lo llevó durante aquel trabajo en la agencia de información donde tan mal le pagaban; el jersey de punto negro, abierto y que se cerraba con dos botoncitos, se lo regalaron en un cumpleaños. “¿En cuál?”, pensó.

A su vez se imaginaba dónde irían a parar esas prendas después de depositarlas en el contenedor de la ropa usada. Se acordaba de una historia que le contaron una vez, cuando un amigo suyo vio en un reportaje de Informe Semanal a un niño andino con un jersey que él había donado a Caritas e inconfundible porque se lo había tejido su madre con dos abetos y un muñeco de nieve en el pecho. Aquel jerseycito que tanto le abrigó a él seguía arropando a otro niño al otro lado del mundo.

En estos pensamientos estaba cuando llegó por fin al contenedor de ropa usada que quedaba en la puerta de su trabajo. Descubrió que junto a él había una mujer que metía los brazos por la ranura intentando, imaginó ella, sacar alguna prenda de ropa para su propio uso. Esta suposición se mantenía en que la mujer iba vestida con apenas un vestido viejo, roto en los codos y algo desgarrado en la sisa izquierda. Iba sin medias, con zapatillas deportivas y llevaba el pelo corto y algo despeinado.

En ese momento no supo qué hacer, si esperar a que se marchara esa mujer para meter la ropa en el contenedor o dejar la bolsa en el suelo y subir a su trabajo porque, además, se estaba haciendo ya tarde. De repente, aquella mujer se volvió y, escupiendo las palabras, le dijo: “¿Qué llevas en esa bolsa?”. “Oh, nada, sólo algo de ropa que quiero echar en el contenedor”, contestó tímida. “¡A ver!”, escupió esta vez la mendiga mientras le arrebataba la bolsa de la mano. En un momento toda la ropa estaba en el suelo. Sobre la acera vio de nuevo el abrigo de lana blanca que le tejieron en Lima, sus blusas, sus pantalones que hacía años ya no se ponía, aquel jersey negro, un gorro de lana de color rosa claro y unos zapatos de medio tacón que estaban nuevos porque le apretaban un poco y nunca se los puso. “¿Pero qué hace?” “¡Calla!”, contestó la mujer que en ese momento se quitó el viejo vestido y comenzó a vestirse con la ropa del suelo. Se puso unos pantalones vaqueros, una blusa, se calzó los zapatos de medio tacón, se abrochó el jersey negro, se puso el gorro de lana bajo el que escondió sus despeinados cabellos y no dudó ni un momento en ponerse el abrigo de lana blanca.

Viendo a la mendiga así vestida, descubrió que se parecía mucho a ella misma. “Claro, lleva mi ropa”, pensó y en ese momento se dio cuenta de que aquella mujer tendría su misma edad y su misma talla. “Incluso la ropa parece que le queda mejor que a mí”. Justo en ese momento le sonó el teléfono móvil. Metió la mano en el bolso y vio que le llamaban del trabajo. Se acordó entonces de que llegaba tarde. Contestó y reconoció la voz de su jefe pero le extrañaron sus palabras: “¿Dionisia?” “No, soy Inés”, contestó, “pero ya subo en seguida”. La voz de su jefe insistió: “por favor, ¿puedo hablar con Dionisia?” Se quedó en silencio sin saber que contestar y el final dijo: “no sé quién es Dionisia”. “Yo soy Dionisia”, dijo en ese momento la mendiga que se había puesto su ropa. “Dame el teléfono”, añadió, mientras le arrebataba el aparato de la mano.

La última imagen que tuvo de aquella extraña mujer fue entrando en el edificio de su propio trabajo, vestida con sus propias ropas, hablando por su propio teléfono móvil, con su propio jefe, al que le decía esta vez con voz dulce y melodiosa que se había retrasado un poco esa mañana porque no encontraba el abrigo de lana blanca que quería ponerse.

martes, 4 de enero de 2011

El niño que encontraba los juguetes en la otra habitación

Tengo la costumbre de escribir la carta a los reyes Magos todos los años. En cualquier papel, con mi mala caligrafía de letras rotas, redondeadas a veces, alargadas otras, garabateo mis sueños con la misma ilusión que escribía a los seis, a los siete años la lista de juguetes que luego nunca me traían. Siempre eran otros juguetes. Los reyes Magos debían pensar que mi criterio no era el acertado y ellos decidían por mí. “Al chico mejor un jersey o los juegos reunidos Jeyper (que cayeron un año)”, debían pensar sus majestades de Oriente. Otra vez vino la Magia Borrás. Ya ves tú. Nunca había pedido esas cosas. Luego me divertía, la verdad y me hacía una ilusión enorme salir corriendo de la cama la mañana de Reyes en busca de los regalos al pie de la ventana.

Luego otra cosa: nunca estaban debajo de la misma ventana en la que había dejado las botas con la carta, el turrón para los reyes y la cebada para los camellos. Estaban en otra habitación. La explicación de mis padres es que, como mi casa da a dos calles, pues se ve que los reyes habían pasado por la otra calle. Siempre por la otra calle. Al menos pasaban.

La historia de por qué nunca me traían lo que había pedido es porque nunca leían la carta. Cierto. Nunca la leían. Y esto tiene una explicación que luego supe, con los años, cuando se descubre que los reyes Magos no son quien uno piensa desde el prisma de la inocente infancia. Mis reyes Magos vivían en Cuenca. Sí en Cuenca y no en Albalate, donde yo escribía la carta y la ponía con toda mi párvula ilusión cada noche de cinco de enero junto a mi ventana.

Mis padres no tenían mucho dinero y, además, en el pueblo no había muchas opciones de comprar regalos aunque en los días previos las tiendas de la Lorenza, de la Albina y de la Luci hiciesen hueco entre las cajas de zapatos y de naranjas para poner juguetes y muñecas que brillaban al reflejarse la luz de las bombillas en el plástico que los envolvía. Mis padres estaban “compinchados” con una tía mía que vivía en Cuenca, ella compraba alguna cosa para el muchacho y ellos lo dejaban la noche de Reyes en la otra habitación “para no despertarme”, me dijeron después. Algunas veces algún regalo llegaba desde Barcelona o desde Madrid si es que mis primos venían ese año al pueblo a pasar las Navidades pero, en resumidas cuentas, esa es la explicación de por qué los reyes Magos nunca me traían lo que yo escribía en mi carta.

Por cierto, yo siempre pedía una armónica. Lo hice durante muchos años, incluso cuando ya sabía quién eran los reyes de verdad y, como podéis imaginar, no me la trajeron nunca. Luego, muchos años después, me di el capricho y me la compré yo. La he tocado una vez. Ahí está, en un cajón, muerta de risa. Y es que los regalos hay que hacerlos cuando hacen ilusión.

Con todo esto de los regalos me estoy acordando de una historia que ocurrió por aquellos años de la infancia pero en un día de colegio. La mamá de unos compañeros de la escuela, un niño y una niña, no vivía en el pueblo con ellos. Vivía en una ciudad lejana mientras a ellos los criaba su papá y la abuelita. La mamá, que estaba separada de su marido, venía muy de vez en cuando a ver a sus hijos y siempre les traía regalos. Una de esas veces, recuerdo que los niños nos estaban contando en el colegio todo lo que les había traído su mamá. Nosotros les escuchábamos con la boca abierta y, todo hay que decirlo, con algo de envidia. Al menos ese era mi caso ya que una vez llegué a decir: “¡Qué suerte!” En ese momento, la maestra, doña Trinidad, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Cállate, ignorante, que no sabes lo que tienes!”

Es cierto, entonces no sabía lo que tenía, no comprendí bien aquel “ignorante” que me dijo, que me retumbaba en la cabeza aún días después, y me enfurruñé un poco. Con el tiempo comprendí perfectamente las palabras de mi maestra y llegué a aprender aquella lección que no venía en los libros pero que tan necesaria es para un niño como saber leer o escribir.

Han pasado muchos años desde entonces y llega otra noche de Reyes. Yo volveré a escribir la carta, con mi mala caligrafía y con mis sueños. Ya no pido la armónica, para qué, pero tengo otros deseos. Probablemente no haya muchos regalos como no ha habido nunca, pero me levantaré con ilusión, recogeré la carta que no habrán leído los reyes Magos, como nunca lo hicieron, me pondré las botas que dejé la noche anterior bajo la ventana y bajaré corriendo a la cocina a darle un beso a mi mamá. Y Dios quiera que por muchos años. Mi viejecita.