Habían pasado muchos años de aquella historia. Ahora tenía entre sus manos esa prenda de vestir que tanto calorcito le proporcionó en el crudo invierno de Ginebra, después en Madrid y a temporadas en el pueblecito manchego de su familia. El abrigo de lana blanca emprendía ahora una nueva etapa. Estaba bien conservado, lo había tratado con delicadeza estos años, lavándolo siempre a mano y en agua fría. Pero ya no se lo ponía. Así que esa mañana, cuando terminó de rememorar aquella historia y después de comprobar la suavidad de la lana al pasarla una vez más por sus mejillas, metió el abrigo, junto al resto de las prendas, en la bolsa que iba a dejar en el contenedor de la ropa usada.
Caminaba por la calle pensando en el destino de aquellas ropas. Por un lado recordaba cuándo se las había puesto ella y a qué acontecimientos estaban asociadas. La blusa azul con las cenefitas bordadas le recordaría siempre las calles de Madrid y aquellos últimos meses de universidad; el pantalón de paño gris no le traía muy buenos recuerdos porque lo llevó durante aquel trabajo en la agencia de información donde tan mal le pagaban; el jersey de punto negro, abierto y que se cerraba con dos botoncitos, se lo regalaron en un cumpleaños. “¿En cuál?”, pensó.
A su vez se imaginaba dónde irían a parar esas prendas después de depositarlas en el contenedor de la ropa usada. Se acordaba de una historia que le contaron una vez, cuando un amigo suyo vio en un reportaje de Informe Semanal a un niño andino con un jersey que él había donado a Caritas e inconfundible porque se lo había tejido su madre con dos abetos y un muñeco de nieve en el pecho. Aquel jerseycito que tanto le abrigó a él seguía arropando a otro niño al otro lado del mundo.
En estos pensamientos estaba cuando llegó por fin al contenedor de ropa usada que quedaba en la puerta de su trabajo. Descubrió que junto a él había una mujer que metía los brazos por la ranura intentando, imaginó ella, sacar alguna prenda de ropa para su propio uso. Esta suposición se mantenía en que la mujer iba vestida con apenas un vestido viejo, roto en los codos y algo desgarrado en la sisa izquierda. Iba sin medias, con zapatillas deportivas y llevaba el pelo corto y algo despeinado.
En ese momento no supo qué hacer, si esperar a que se marchara esa mujer para meter la ropa en el contenedor o dejar la bolsa en el suelo y subir a su trabajo porque, además, se estaba haciendo ya tarde. De repente, aquella mujer se volvió y, escupiendo las palabras, le dijo: “¿Qué llevas en esa bolsa?”. “Oh, nada, sólo algo de ropa que quiero echar en el contenedor”, contestó tímida. “¡A ver!”, escupió esta vez la mendiga mientras le arrebataba la bolsa de la mano. En un momento toda la ropa estaba en el suelo. Sobre la acera vio de nuevo el abrigo de lana blanca que le tejieron en Lima, sus blusas, sus pantalones que hacía años ya no se ponía, aquel jersey negro, un gorro de lana de color rosa claro y unos zapatos de medio tacón que estaban nuevos porque le apretaban un poco y nunca se los puso. “¿Pero qué hace?” “¡Calla!”, contestó la mujer que en ese momento se quitó el viejo vestido y comenzó a vestirse con la ropa del suelo. Se puso unos pantalones vaqueros, una blusa, se calzó los zapatos de medio tacón, se abrochó el jersey negro, se puso el gorro de lana bajo el que escondió sus despeinados cabellos y no dudó ni un momento en ponerse el abrigo de lana blanca.
Viendo a la mendiga así vestida, descubrió que se parecía mucho a ella misma. “Claro, lleva mi ropa”, pensó y en ese momento se dio cuenta de que aquella mujer tendría su misma edad y su misma talla. “Incluso la ropa parece que le queda mejor que a mí”. Justo en ese momento le sonó el teléfono móvil. Metió la mano en el bolso y vio que le llamaban del trabajo. Se acordó entonces de que llegaba tarde. Contestó y reconoció la voz de su jefe pero le extrañaron sus palabras: “¿Dionisia?” “No, soy Inés”, contestó, “pero ya subo en seguida”. La voz de su jefe insistió: “por favor, ¿puedo hablar con Dionisia?” Se quedó en silencio sin saber que contestar y el final dijo: “no sé quién es Dionisia”. “Yo soy Dionisia”, dijo en ese momento la mendiga que se había puesto su ropa. “Dame el teléfono”, añadió, mientras le arrebataba el aparato de la mano.
La última imagen que tuvo de aquella extraña mujer fue entrando en el edificio de su propio trabajo, vestida con sus propias ropas, hablando por su propio teléfono móvil, con su propio jefe, al que le decía esta vez con voz dulce y melodiosa que se había retrasado un poco esa mañana porque no encontraba el abrigo de lana blanca que quería ponerse.
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