domingo, 5 de junio de 2011

VIVIR CADA DÍA

El nuevo presidente del Perú tiene un gran reto por delante: hacer que la riqueza y la bonanza económica de la que tanto presumen sus anteriores gobernantes lleguen a quienes de verdad lo necesitan, los pobres. Generaciones y generaciones de familias andinas y de la selva amazónica no han podido superar la pobreza, en buena parte debido a las poco eficientes políticas socioeconómicas de los sucesivos Gobiernos del Perú. Pero uno no es antropólogo ni sociólogo, es simplemente un observador. El siguiente relato nos sumerge en el día a día de una familia con siete niños. 24 horas compartiendo alegrías y miserias, juegos y llantos, risas y papas.


05.00 El humo de la leña de eucalipto ardiendo en la lumbre hace que le lloren los ojos. Instintivamente se pasa el dorso de su mano izquierda por la cara. Una mano morena, un poco sucia, poco femenina y acostumbrada al trabajo. Los cabellos, negros, le caen por la cara también sucia. Aún no se ha lavado ni peinado. Pasan pocos minutos de las cinco de la mañana, la oscuridad de la noche ocupa toda la estancia de la cocina salvo el resplandor de las llamas que comienzan a calentar el agua de la olla. En su interior, papas, alguna cebollita chica, unas pizcas de ají y otras verduras. A su lado, en otra olla, la mujer prepara un ají de gallina que será comida y cena para los niños.

Ella ha sido como siempre la primera en levantarse en la casa. Dentro de un rato sus hijos alborotarán la pequeña estancia de la cocina pidiendo un plato de esa sopa que empieza a hervir en el fuego.

A tientas sale al corral. En el cielo se ven algunas estrellas cuando las nubes abren un hueco. Aún es de noche. Sin necesidad de alumbrarse, los pasos la llevan hasta el pilón. Allí se lava la cara y sin secarse el agua que le escurre por el rostro mojando la chompa, coge el peine que guarda entre dos piedras de la pared y comienza a peinarse.

Áurea de la Cruz tiene 44 años y siete hijos, y éste es el momento más tranquilo del día, cuando espera que las primeras luces vayan inundando los espacios abiertos del corral y poco a poco se atrevan a entrar en las estancias de la casa para terminar de despertar a su marido y a su prole. Antes de que llegue ese momento dispone de unos minutos para ella. Tendrá que ir a primera hora al mayorista a comprar papas, sobre todo camotillo que se acabó ayer, piensa. Su marido la llevará en el triciclo y podrán traer la carga. Le espera un duro día de mercado pero allí es feliz. Se ríe con sus compañeras de los puestos de al lado. Mientras piensa esto se le dibuja una sonrisa en la cara, pero nadie puede verla.

06.00 Ya clarea y el frío se hace notar en los primeros días de agosto, los más intensos del invierno austral. Los vientos soplan ligeros desde las cumbres nevadas del Huaytapallana y bajan con aromas a tierra hasta las casas de Pucará. Se echa el aguayo sobre los hombros y entra de nuevo en la cocina para remover la olla que borbollonea al son de las llamas espesando el caldo. Atiza la lumbre, arrima otro palo de eucalipto y vuelve a salir al corral. Ya casi es de día y la confirmación llega desde la pared de atrás, donde las gallinas. El quiquiriquí del gallo despierta al resto de los animales: patos, palomas, cuyes, un par de gatos y el perro Pilín.

Comienza un nuevo día para Áurea y su familia. Mientras prueba la sopa caliente y decide añadirle unas hojas picadas de culantro, oye los pasos de su marido atravesando el corral subiendo el pequeño terraplén que separa el dormitorio de la cocina. No hay palabras ni una caricia ni un beso. El hombre se sienta a su lado, busca el calor junto a la lumbre y cruza una mirada con ella. Con eso le basta. Macedonio Candiotti es el padre de familia, de una familia numerosa que empieza a despertarse.

07.00 La pequeña Rubí de sólo 3 años está llorando. Es muy pronto para ella pero sus hermanos ya han saltado de la cama. Ruth le ayuda a vestirse. Toda la familia se recoge en la misma estancia, una habitación con una litera en la que duermen los niños (los cuatro pequeños arriba y los tres más mayores en la de abajo), y otra cama para los padres. El suelo es de tierra como el del corral y las paredes muestran los bloques de adobe con los que están construidas. Sólo una bombilla cuelga del techo e ilumina la estancia entre el jaleo de siete niños que se afanan en vestirse con sus ropas sin confundirse con las de sus hermanos mientras sortean el montón de zapatos que se esparce por el suelo. Junto a la puerta de entrada, en la pared de la derecha cuelgan dos cuadros con fotos familiares y al fondo uno más grande con la imagen de la Virgen de Cocharcas, muy venerada en estas tierras del valle del Mantaro.

Minutos después, en la pequeña cocina se arremolina ya la familia en torno al desayuno a base de leche, ‘cuaquer’ (avena molida, agua y leche) y sopa. El frío entra por la puerta que permanece abierta y se mezcla con el vaho de nueve respiraciones compartiendo un espacio minúsculo. Además de los padres, sumergen la cuchara en la sopa, por turnos, Abel, el mayor, de 13 años, Ruth, de 12, José, de 9, Janet, de 8, Yaky, de 7, y los más pequeños, Fran, de 5 años y Rubí, de 3, que aún come en las faldas de su madre.

08.00 Comienza el día para todos ellos. En primer lugar, Áurea recorre la calle que separa su casa del Parque de San Martín de Pucará. Calle que es camino de tierra con barro en algunos puntos tras la tormenta de ayer. Junto al parque que ahora se muestra silencioso, se levanta el edificio de tres plantas de la Casa de la Cultura. La pequeña Rubí pasará la mañana en el Centro de Atención Temprana gestionado por la municipalidad, un espacio de juegos entre paredes decoradas con vivos colores.

El resto de niños, menos Abel, van todos a la escuela de Pucará. El pequeño Fran, con sus cinco años, es aún alumno libre; Yaky cursa 2º grado, Janet 3º, José 5º y Ruth está en 6º grado, lo que significa que el próximo curso ya irá al colegio, a Huancayo. Entonces tendrá que acompañar a sus papás, como lo hace Abel, que cada mañana se monta en la combi con ellos, en la misma plaza de Pucará para llegar hasta el Mercado Modelo de la ciudad donde su madre atiende el puesto de venta.

A esta hora la combi está llena de personas que se apretujan aún somnolientas contra los estrechos asientos del vehículo. “Huancayo, Sapallanga, Modelo, Modelo,…”, va gritando el ‘churre’ (el cobrador), al pie de la furgoneta.

09.00 El viaje hasta Huancayo dura algo más de media hora después de atravesar el distrito de Sapallanga y un buen tramo de la calle Real atestada ya a esta hora de pequeños comerciantes que despliegan a lo largo de las aceras sus puestos de venta. A la altura de la cuadra 12 la combi gira hacia la derecha y se adentra en la ciudad en dirección al Mercado Modelo. Aquí la actividad comienza a ser vertiginosa.

Macedonio, Áurea y Abel se bajan en medio de las calles populosas y cruzan a pie las cuadras que distan de la calle Nueva Piura. Allí, en el número 335, está su puesto de venta. Los saludos se suceden con los conocidos del mercado.

La primera actividad esta mañana será ir al mayorista a abastecerse de papas para la venta. Mientras Áurea se queda abriendo el puesto, hablando y riendo ya con Ana, su vecina del mercado, Macedonio y Abel se dirigen a la cochera cercana donde guardan el triciclo, el otro medio de vida de la familia. El triciclo es en realidad una bicicleta con un carrito de dos ruedas en la parte delantera para llevar la carga. Macedonio se sienta en el sillín y dando pedales hace avanzar el vehículo por las transitadas calles de Huancayo. En este primer viaje de la mañana, su hijo Abel le acompaña sentado en el carrito delantero. Hoy el primer viaje será para llevar camote (esa papa arrugada y de sabor dulce) hasta el puesto de venta de Áurea. Después, como todos los días, Macedonio recorrerá la ciudad una y mil veces haciendo portes de un lado a otro. Ese es su trabajo ahora, aunque él es albañil de profesión.

10.00 Con su chompa abierta de tonos azulados y marrones, con mandil sobre la pollera y con el ‘buzo’ (pantalón largo) debajo, Áurea va despachando papas a lo largo de la mañana. Desde 0,50 a 3,50 nuevos soles el kilo, las distintas variedades que vende se exponen en los grandes sacos de malla abiertos para que se vea la mercancía. Sin perder la sonrisa, se agacha sobre las papas, echa en la bandeja metálica la cantidad aproximada, se acerca al peso, iguala quitando unas o añadiendo otras con la mano, y cuando tiene la cantidad deseada llena la bolsa de plástico. “Sus cuatro kilos, señora. Un sol”. La señora quiere también camotillo, así que Áurea repite la operación llenando otra bolsa con esas papitas pequeñas, arrugadas y amarillentas. Así una y otra vez. “Y que no pare”, dice. Vender papas es su trabajo y, en este caso, el pan de sus hijos. Desde hace doce años, la familia Candiotti-De la Cruz regenta este puesto de venta en el Mercado Modelo de Huancayo.

11.00 Abel se tiene que ir al colegio. Tiene clases desde las doce del mediodía hasta las seis de la tarde. Con trece años recién cumplidos, estudia Tercer Grado en el Colegio Santa Isabel de la ciudad. Vestido con el uniforme, jersey de cuello de pico de color granate, camisa blanca, corbata y pantalón azul marino, mientras está en el puesto del mercado con su madre, tiene cuidado de no mancharse. Sabe mucho de geografía y le gustan las matemáticas.

En el colegio pasa las horas centrales del día, incluido el almuerzo, y regresará pasadas las seis de la tarde, cuando ya anochece, hasta este número 335 de la calle Nueva Piura para acompañar a su madre vendiendo papas un rato más, hasta la hora de cerrar el puesto.

12.00 Mientras, en la escuela de Pucará, el resto de los hijos de Áurea están en clase. Ruth, con doce años, es ahora la ‘mamá’ de todos ellos. De su cuello cuelga durante todo el día la llave del candado de la casa, símbolo de su responsabilidad. Con ella han bajado muy pronto la cuesta embarrada de su casa, han cruzado el parquecito que hay delante de la escuela, presidido por la estatua de bronce que representa al mariscal Andrés Avelino Cáceres, aquel militar que expulsó a los chilenos de la sierra central del Perú en 1882, y los niños han ido buscando su aula correspondiente para pasar la mañana.

Al mediodía es la hora del recreo, pero aquí no hay bollos de chocolate ni bocadillos. Esta mañana los profesores les han repartido unos panecillos dulces y dos bolsas de plástico de leche pasteurizada, a través de un programa poco eficiente del Gobierno de la República del Perú. Se trata de una campaña que llega a todas las escuelas públicas y que busca combatir los altos niveles de desnutrición de los niños peruanos. Pero tanto los panecillos como la leche son guardados en la mochila. Tal vez la mamá en casa sepa distribuirlos mejor entre los hermanos y ella decidirá cuándo deben comerlos. Muchas veces ese alimento será el único que haya en la mesa a la hora de comer.

14.00 Ya en casa, Ruth vuelve a ser ‘mamá’ de sus hermanos pequeños y enciende la lumbre, calienta la olla de ají de gallina y consigue sentarlos a todos. “El pequeño, Fran, es el más revoltoso y comilón, pega a todos”, dice. Mientras Ruth prepara la comida, José entra en el dormitorio y enciende el aparato de radio. Enseguida suena en todo el corral la música tradicional del valle del Mantaro, el ‘Huaylarsh’, los ‘huaynos’ y los ‘huaynitos’, ritmos reconocibles y cuya representante máxima es la cantante folclórica ‘Flor Pucarina’, precisamente natal de esta comunidad de Pucará y famosa en todo el Perú.

16.00 La tarde es para el juego pero también para “hacer la tareas de la escuela”. En este caso Ruth es mamá y maestra. Lógica matemática, Comunicación, Culturas, son las asignaturas que cursan los niños. Sin sitio para sentarse, apoyada en una tosca mesa de madera, en otra de las estancias que se abren al corral de la casa, la niña dibuja y escribe en su cuaderno.

Fuera, los más pequeños juegan con los animales. Es su tarea echarles de comer. José atiende la docena de gallinas que tienen llenando sus comederos de ‘morocho’ (maíz molido) y cebada. También tienen un par de cuyes, algunas palomas y dos patos. “Les llamamos ‘Patricios’, a los dos”, dice, mientras coge a uno en brazos.

Entre atender a sus hermanos, más las tareas de la escuela y de la casa, Ruth pasa el día ocupada. Los martes y los miércoles, después del almuerzo, participa en los talleres que la organización Proyecto de Desarrollo Integral desarrolla en Pucará, cerca de su casa. Los talleres educativos complementan su formación escolar y animan a los niños a la participación. Desde hace un año y medio todos los hermanos pertenecen a la Asociación Educativa Infantil y Ruth, además, ostenta el cargo de tesorera. Una responsabilidad más.

Los sábados es el día de lavar la ropa. Desde muy temprano toda la familia se acerca al río de Pucará con los fardos de ropa para lavar agachados sobre la corriente. A lo largo de la mañana las prendas de todos los tamaños, como los niños, irán secándose extendidas al sol sobre la hierba, la retama o las rocas.

Los domingos, Ruth, acude a la catequesis de las monjas Ursulinas. En el mes de noviembre, cuando llegue la primavera, tomará la comunión.

21.00 Hace varias horas que cayó la noche sobre los Andes. En el corral de la casa de los Candiotti-De la Cruz sólo se ve a través del resplandor que sale de la cocina. Después de un largo día la familia vuelve a reunirse en torno a un plato de sopa y de ollucos (otro tubérculo muy típico de la cocina andina peruana). La pequeña Rubí, que lloró esta mañana al despertarse, está ya dormida en los brazos de su madre.

Como si el cansancio hiciera mella en todos, el silencio ocupa la estancia y las conversaciones, escasas, son en voz baja. Poco a poco los niños se van a dormir y ocupan su lugar repartidos en las dos literas. En la cocina queda Áurea sentada junto a su marido. Las brasas de la lumbre se van apagando y con ellas el día. Con cada rescoldo que se extingue se borra un recuerdo: las risas y los juegos de los niños, el bullicio del mercado, las apreturas de la combi, los llantos de la pequeña Rubí, la voz de la maestra en la escuela, los olores de la sopa. Hace frío. Casi instintivamente, Áurea se cierra el jersey sobre su pecho y se arrima un poco más a su marido.

domingo, 8 de mayo de 2011

LIMPIEZA

“Todo limpio, todo limpio. No se preocupe. Usted a sus cosas que yo me ocupo. La cocina, el salón, el baño, las escaleras y el portal si hace falta. Y le pongo la lavadora, y la secadora, y le plancho la ropa, y se la doblo en el armario. Y le preparo un guiso para cuando vuelva, y ahí lo tiene para cenar o para cuando quiera. ¿Qué, le gustan las patatas con costilla? ¿O prefiere un cocido? Si es que lo jóvenes de hoy en día no sabéis comer. Todo el día con las hamburguesas”.

Como una metralleta sonaban sus palabras en mi cabeza. Pero qué ganas de hablar tan temprano. Y esto. Y lo otro. Y lo de más allá… ¡Y dale!

Agarrado a la taza de café, sentado en el taburete junto a la barra de la cocina americana, en mi casa que siempre había sido un lugar más de silencios que de hirientes conversaciones matutinas, aquella mañana maldije en mis pensamientos a la asistenta y maldije la hora en que se me ocurrió llamar a aquella empresa de limpieza doméstica. Entre maldiciones me preguntaba por qué tenía que venir a las ocho de la mañana a limpiar mi casa con lo largo que era el día y, como si la señora escuchara mis pensamientos, le oí decir desde el fondo de mi dormitorio, donde abría ventanas y sacudía sábanas: “Yo vengo a hacer lo tuyo primero porque me deja por aquí el autobús desde mi casa. Así a media mañana me cojo el metro ahí abajo y me voy a limpiar donde la señora Mayte porque a ella le viene bien que esté a esas horas y así le recojo también a los chiquillos cuando salen de la escuela. Y ya le hago la compra y la comida y le limpio y todo”.

Y esto y lo otro. Y lo de más allá. Ya estaba otra vez.

“Porque ella no hace nada, ¿sabe usted? Ella se levanta a las once o después todos los días y por eso tengo que ir más tarde a hacer su casa. Que le molesto, dice, si voy antes”.

¡Joder que si molesta! Y no paraba. En diez minutos me había puesto la casa patas arriba. Entraba frío por las ventanas con la excusa de ventilar. La mujer llevaba varios frentes a la vez y tenía la escoba aparcada en medio del salón junto a un montón de pelusa rescatada de su descanso eterno tras el sofá; el cubo de la fregona estaba en medio del pasillo y la propia fregona apoyada en el lavabo, reflejada su anorexia en el espejo. Allí me la encontré cuando entré para afeitarme.

“Aparta la fregona si te estorba”, se oyó desde la terraza.

Tenía esa cualidad. Controlaba todo el espacio desde donde estuviera. Sabía en todo momento donde me encontraba yo.

“Ahora voy y te limpio el baño. Te vas a poder mirar en los azulejos del brillo que les voy a sacar”, se la oía cascarrabiar mientras pegaba una paliza a mi alfombra del Ikea. Mareada la dejó a la pobre, reposando su desgracia sobre el alféizar de la ventana, después de golpearla sobre el muro de la terraza mientras esparcía mis pelusas, mis pelos caídos y mis ácaros ya casi domesticados, sobre los viandantes que circulaban rutinarios tres pisos más abajo.

Plantado ya frente al espejo, dispuesto a acicalarme antes de abandonar en mi hogar a ‘doña Peleona’, me vi reflejado y, como si encontrarme otra vez, como cada mañana en ese espacio cerrado por el marco del espejo, supusiera abrirme a los recuerdos, me vino a la cabeza la historia que trajo a la asistenta a mi casa.

Dejadez. Esa podría ser la explicación. Pero a la dejadez se llega por rutina mal controlada, por el acostumbramiento diario con atisbos ligeros de depresión que no despiertan el entusiasmo en el quehacer diario de las labores del hogar. De esa forma fueron apareciendo pequeños ecosistemas en lugares insospechados de la casa como debajo de la cama, en los azulejos del baño o de la cocina, o en el ya nombrado espacio que queda entre el sofá y la pared, donde habitaba una colonia de pelusas tan evolucionadas que, en su devenir histórico, habían dejado tiempo atrás el Renacimiento e iban ya por la revolución industrial. Todo ese progreso se lo cargó de una pasada de escoba la recién contratada asistenta que seguía con su cantinela (aunque de canto melodioso tenía poco) mientras fregaba esta vez los platos en la cocina.

Limpiaba por encima de los armarios cuando yo bajaba en el ascensor camino de mi trabajo abandonando mi piso al incesante movimiento de sus trapos y bayetas.

Volví a casa a última hora de la tarde. En todo el día me había acordado de ‘doña Peleona’ ni de su cantinela y mientras entraba en el portal del edificio me vino a la cabeza aquel despertar de zafarrancho de combate que me produjo la visita de la limpiadora de hogar que me mandó, tan temprano, la empresa a la que llamé. Me produjo una buena sensación pensar que entraría en mi piso y todo estaría limpio. Y me produjo una mejor sensación saber que aquella señora no volvería hasta dentro de una semana.

Salí del ascensor en el tercer piso con las llaves ya en la mano y abrí la puerta impaciente. El pasillo estaba casi en penumbra y un olor distinto ocupaba ese espacio. Me dio la sensación de estar entrando en la casa de otra persona. Incluso avancé temeroso los primeros metros. No reconocía nada de lo que veía en esa estancia. Me detuve. Sin girarme volví sobre mis pasos hasta plantarme de nuevo en el rellano. 3º D. Eso ponía sobre la puerta. Ese era mi piso. Incluso la letra D estaba un poco desnivelada, como había estado siempre. Volví a entrar y esta vez avancé hasta el salón con la misma extraña sensación que la primera vez. No reconocía nada de lo que veía. La última luz del día entraba por el ventanal del fondo. Era un salón amplio con un sofá blanco junto a una de las paredes. Un sofá que me resultó desconocido. Como la mesa, como las sillas, como los cuadros, como la alfombra, como el color de las paredes, como el olor. ¿Qué sitio era ese?

Empecé a encontrarme mal y volví a salir al rellano, esta vez casi corriendo. Allí estaba otra vez frente a la puerta de mi piso. Esa era la puerta. Arriba 3º D, con la D un poco desnivelada, pero lo que había dentro no lo reconocía. Antes de pasar otra vez llamé a la puerta de al lado. Salió Diana, mi vecina. ¡Hola! ¿Qué tal? ¿Qué pasa? Y casi no supe que contestar. Así que me inventé una excusa y ella desapareció tras su puerta. Yo volví a la mía. Porque era la mía. Al menos por fuera. Mi rellano, mi ascensor, mi vecina, mi letra D un poco desnivelada. Pasé de nuevo al piso y lo recorrí como si todo fuera la primera vez. Eso sí, estaba todo limpio como los chorros del oro. La cocina parecía de anuncio, el dormitorio estaba tan ordenado como en un catálogo de muebles. Todo al milímetro, todo ordenado.

La sensación ya no era desconcierto o asombro, era angustia incluso pánico. Me temblaban las manos mientras las pasaba por las cosas buscando en ellas cotidianidad, añoranza tal vez, un poco de calor en medio de aquellas estancias desconocidas.

En la cocina abría los armarios y todo estaba tan ordenado y limpio que las volvía a cerrar con cuidado. Frente al fregadero llené un vaso de agua del grifo y me senté junto a la mesa de la cocina. Bebía agua para calmar los nervios y mientras bebía, a través del vaso de cristal que distorsiona los objetos, descubrí sobre la encimera un papel de colores. Por fin algo fuera de lugar.

Poco pudo calmarme el agua que bebí. Gotas de sudor frío cubrían mi cuello cuando leí en aquel papel: “Limpiatrans. Empresa de limpiadoras del hogar. Limpiamos hasta los recuerdos”.


miércoles, 6 de abril de 2011

SUEÑO

"Soñaba que tenía mucho sueño y que me dormía. En ese momento me desperté y no me volví a dormir (y ahora tengo que soñar despierto)"

sábado, 15 de enero de 2011

SER FELICES


El doctor Francisco Fernández-Avilés, una de las grandes eminencias del mundo en cardiología, que por cierto es de Cuenca, aconseja para tener un corazón sano "intentar ser lo más feliz posible". "Con el nivel de vida que hemos alcanzado en los países occidentales tenemos que ser compasivos con los demás, estar agradecidos con esta vida y ser muy felices. Estoy convencido de que el corazón tiene mucho que ver con los sentimientos", añade.
Esto lo dice uno de los mejores cardiólogos del mundo, jefe del servicio de Cardiología del hospital 'Gregorio Marañón' de Madrid.
Yo me lo creo.


martes, 11 de enero de 2011

CITÉ SOLEIL, EL BASURERO DE HAITÍ

El 12 de enero de 2010 un terremoto de 7,3 grados en la escala de Richter sacudió la ciudad de Puerto Príncipe, la capital de Haití, el país más pobre de América Latina. Las devastadoras consecuencias del seísmo dejaron 250.000 muertos y una estampa de horror en la capital del país caribeño. El seísmo se llevó por delante gran parte de los edificios atrapando entre sus escombros a miles de ciudadanos. Entre ellos, el Palacio de la Gobernación o el de Naciones Unidas, falleciendo algunos ministros y más de una decena de empleados de la ONU.

Pero el horror estaba en las calles. Con millón y medio de habitantes, Puerto Príncipe acoge a una población con muchas carencias y que ya de por sí vive por debajo del umbral de pobreza.


LAS HIJAS DE LA CARIDAD

En el suburbio de Cité Soleil, el basurero de Puerto Príncipe, trabajan unas monjas españolas que reciben apoyo económico desde Cuenca. A través de una asociación con el mismo nombre del barrio marginal, distintas personas colaboran económicamente con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, una congregación que cada día, desde hace casi 40 años, se enfrenta a la pobreza de las chabolas de Cité Soleil.

Desde Haití llega el testimonio de la monja conquense Sor Milagros Caballero que en una de sus últimas visitas a Cuenca explicaba: “Es un suburbio muy pobre donde la mayoría de las casas están hechas de cartón, de madera o de metal. Hay muy pocas que están bien construidas con bloques de cemento. Allí trabajamos las Hijas de la Caridad con cerca de 1.600 niños”.

Circunstancialmente, Sor Milagros se encontraba fuera de Haití cuando ocurrió el terremoto ya que viajó a Puerto Rico por una revisión médica. Tiene 78 años y a pesar de su edad y de los achaques de la misma, no duda en seguir en Cité Soleil. “Cada tres años me vengo unos meses a Cuenca a ver a mi hermana que ya la echaba de menos”, comenta Sor Milagros. “Pero cuando vengo aquí echo de menos Cité Soleil”. Allí, junto a otras monjas se ocupa, junto a un extenso grupo de profesores, de la educación de los niños. “Yo soy responsable de 450 niños de pre-escolar que no pagan debido a lo que nos ayuda Cuenca. Casi lo cubrimos todo. Tenemos 20 profesoras que trabajan con ellos”, apunta Sor Milagros. “Al mismo tiempo yo me ocupo de las mamás de estos niños. Les enseño a trabajar, a coser, a realizar artesanía. Esos trabajos los vendemos para pagarles a ellas cada semana. Con ese dinero pueden dar de comer a sus hijos los sábados y domingos porque el resto de los días comen con nosotras”.

La pobreza es extrema en el basurero de Puerto Príncipe. “La gente carece de todo”, nos dice Sor Milagros. “Afortunadamente nosotras aportamos algo de esperanza. Tenemos enfrente de nuestra casa los colegios y el Centro de Salud que nos ha construido la Embajada de España. Podemos decir que estamos bien. Los niños comen dos veces al día y están allí hasta que obtienen el certificado de Primaria”. El Centro de Salud referido está gestionado por la ONG ‘Médicos sin Fronteras’. “El Hospital lo construimos nosotros pero tras los disturbios ocasionados en el barrio por la marcha de Aristide, se lo dejamos al Estado”, apunta Sor Milagros. “Ahora son ‘Médicos sin Fronteras’ quienes lo llevan. Y muy bien”. Precisamente parte de todos esos edificios sufrieron las consecuencias del terremoto y algunos de ellos se vinieron abajo. Afortunadamente sin consecuencias para los trabajadores, pero como explicaba Florián Belinchón, miembro de la asociación conquense ‘Ayuda a Cité Soleil’, “parte de los dos mil niños que tenemos en el colegio sufrieron lesiones e incluso algunos murieron”. Florián ha lanzado un mensaje a los padrinos de Cuenca: “a los niños supervivientes hay que tenerles el mismo aprecio que a los demás y seguir con el apadrinamiento. Nosotros vamos a seguir apoyando la obra con vuestra ayuda y reconstruir todo lo que podamos”.

Cuando los niños que atienden las Hijas de la Caridad en Cité Soleil terminan la Primaria, tienen que cursar, al menos cuatro años en Secundaria para aprender un oficio y poder trabajar. “Nuestra congregación tiene también una asociación en Navarra que nos ayuda y manda un poco de dinero cada mes con el que pagamos el colegio a los niños que terminan la Primaria con nosotros hasta que puedan aprender un oficio y colocarse. A algunos, incluso, les estamos pagando la Universidad”.


CÓMO AYUDAR DESDE CUENCA

Mientras Sor Milagros y otras monjas de su congregación trabajan en Cité Soleil, su hermana Sor María, también miembro de las Hijas de la Caridad, trabaja desde Cuenca para recaudar el dinero que necesitan para educar y mantener a sus 1.600 niños. “Lo que más nos aporta es el apadrinamiento”, comenta Sor María. “Tenemos casi 800 socios que han apadrinado un niño, por 160 euros al año. Pero además, vendemos mantelerías o postales por encargo. Estas piezas las fabrican las madres de los niños de Cité Soleil. Ese trabajo se hace allí y se vende aquí. En concreto se puede adquirir en el Hospital de Santiago, donde está la sede de la Asociación ‘Ayuda a Cité Soleil’. Pero la gente que ya nos conoce realiza pedidos por encargo”.

domingo, 9 de enero de 2011

El abrigo de lana

Al doblar de forma delicada aquel abrigo de lana le vino a la memoria toda la historia de cómo lo consiguió. Se acordó del paseo entre las tiendas, de mirar entre las prendas que llenaban de color aquella calle junto a la playa. Fue ya hace muchos años, en el pueblecito peruano de Huanchaco, en el Pacífico. Mientras las yemas de sus dedos pasaban suavemente sobre la lana blanca se acordó de que aquella tarde de finales de julio hacía sol pero no calor, de que estuvieron tumbados en la arena mientras unos niños jugaban con un balón, mientras el sol caía sobre el Pacífico dejando ante sus ojos un atardecer luminoso que llenó de flores de calabaza cada reflejo sobre las aguas. Fue aquella tarde cuando descubrió en una de las tiendecitas de Huanchaco el abrigo de lana, pero no este que tenía ahora entre sus manos. Aquel estaba expuesto al fondo de una tiendecita estrecha. Lo vio cuando sus ojos estaban ya cansados de sortear las prendas que colgaban a ambos lados del pasillo. Le gustaba aquel abrigo de lana blanca tejido a mano y que ella se imaginaba ya puesto y apretujando su cuerpo. Preguntó el precio y le resultó caro. Pero tuvo una idea. “Un abrigo como ese me lo hacen en Lima por la mitad de precio. Le compro la lana a la costurera y ella me lo teje. Pero necesito decirle cómo es este abrigo”. Estas palabras las escuchaba su compañero incrédulo. “¿Qué vas a hacer?”, preguntó. “Tenemos que hacerle una foto”, dijo ella, “pero sin que se den cuenta”. La tarde se ponía interesante, sobre todo porque recordaba cómo les habían echado una vez de una tienda de Zara por algo parecido. El juego consistía en que ella hablaba con el dependiente, un joven con rastas, ojos rasgados y camisa y pantalón blancos que más parecía un “perroflauta” de Lavapiés que un peruano, con la intención de distraerle. Mientras, él tenía que tomar disimuladamente la foto del abrigo. La jugada salió bien y al día siguiente volvieron a Lima con la foto del abrigo de lana blanca que una costurera de Collique, allá en el deprimido cono norte de la ciudad, tejió con cariño en pocos días.

Habían pasado muchos años de aquella historia. Ahora tenía entre sus manos esa prenda de vestir que tanto calorcito le proporcionó en el crudo invierno de Ginebra, después en Madrid y a temporadas en el pueblecito manchego de su familia. El abrigo de lana blanca emprendía ahora una nueva etapa. Estaba bien conservado, lo había tratado con delicadeza estos años, lavándolo siempre a mano y en agua fría. Pero ya no se lo ponía. Así que esa mañana, cuando terminó de rememorar aquella historia y después de comprobar la suavidad de la lana al pasarla una vez más por sus mejillas, metió el abrigo, junto al resto de las prendas, en la bolsa que iba a dejar en el contenedor de la ropa usada.

Caminaba por la calle pensando en el destino de aquellas ropas. Por un lado recordaba cuándo se las había puesto ella y a qué acontecimientos estaban asociadas. La blusa azul con las cenefitas bordadas le recordaría siempre las calles de Madrid y aquellos últimos meses de universidad; el pantalón de paño gris no le traía muy buenos recuerdos porque lo llevó durante aquel trabajo en la agencia de información donde tan mal le pagaban; el jersey de punto negro, abierto y que se cerraba con dos botoncitos, se lo regalaron en un cumpleaños. “¿En cuál?”, pensó.

A su vez se imaginaba dónde irían a parar esas prendas después de depositarlas en el contenedor de la ropa usada. Se acordaba de una historia que le contaron una vez, cuando un amigo suyo vio en un reportaje de Informe Semanal a un niño andino con un jersey que él había donado a Caritas e inconfundible porque se lo había tejido su madre con dos abetos y un muñeco de nieve en el pecho. Aquel jerseycito que tanto le abrigó a él seguía arropando a otro niño al otro lado del mundo.

En estos pensamientos estaba cuando llegó por fin al contenedor de ropa usada que quedaba en la puerta de su trabajo. Descubrió que junto a él había una mujer que metía los brazos por la ranura intentando, imaginó ella, sacar alguna prenda de ropa para su propio uso. Esta suposición se mantenía en que la mujer iba vestida con apenas un vestido viejo, roto en los codos y algo desgarrado en la sisa izquierda. Iba sin medias, con zapatillas deportivas y llevaba el pelo corto y algo despeinado.

En ese momento no supo qué hacer, si esperar a que se marchara esa mujer para meter la ropa en el contenedor o dejar la bolsa en el suelo y subir a su trabajo porque, además, se estaba haciendo ya tarde. De repente, aquella mujer se volvió y, escupiendo las palabras, le dijo: “¿Qué llevas en esa bolsa?”. “Oh, nada, sólo algo de ropa que quiero echar en el contenedor”, contestó tímida. “¡A ver!”, escupió esta vez la mendiga mientras le arrebataba la bolsa de la mano. En un momento toda la ropa estaba en el suelo. Sobre la acera vio de nuevo el abrigo de lana blanca que le tejieron en Lima, sus blusas, sus pantalones que hacía años ya no se ponía, aquel jersey negro, un gorro de lana de color rosa claro y unos zapatos de medio tacón que estaban nuevos porque le apretaban un poco y nunca se los puso. “¿Pero qué hace?” “¡Calla!”, contestó la mujer que en ese momento se quitó el viejo vestido y comenzó a vestirse con la ropa del suelo. Se puso unos pantalones vaqueros, una blusa, se calzó los zapatos de medio tacón, se abrochó el jersey negro, se puso el gorro de lana bajo el que escondió sus despeinados cabellos y no dudó ni un momento en ponerse el abrigo de lana blanca.

Viendo a la mendiga así vestida, descubrió que se parecía mucho a ella misma. “Claro, lleva mi ropa”, pensó y en ese momento se dio cuenta de que aquella mujer tendría su misma edad y su misma talla. “Incluso la ropa parece que le queda mejor que a mí”. Justo en ese momento le sonó el teléfono móvil. Metió la mano en el bolso y vio que le llamaban del trabajo. Se acordó entonces de que llegaba tarde. Contestó y reconoció la voz de su jefe pero le extrañaron sus palabras: “¿Dionisia?” “No, soy Inés”, contestó, “pero ya subo en seguida”. La voz de su jefe insistió: “por favor, ¿puedo hablar con Dionisia?” Se quedó en silencio sin saber que contestar y el final dijo: “no sé quién es Dionisia”. “Yo soy Dionisia”, dijo en ese momento la mendiga que se había puesto su ropa. “Dame el teléfono”, añadió, mientras le arrebataba el aparato de la mano.

La última imagen que tuvo de aquella extraña mujer fue entrando en el edificio de su propio trabajo, vestida con sus propias ropas, hablando por su propio teléfono móvil, con su propio jefe, al que le decía esta vez con voz dulce y melodiosa que se había retrasado un poco esa mañana porque no encontraba el abrigo de lana blanca que quería ponerse.

martes, 4 de enero de 2011

El niño que encontraba los juguetes en la otra habitación

Tengo la costumbre de escribir la carta a los reyes Magos todos los años. En cualquier papel, con mi mala caligrafía de letras rotas, redondeadas a veces, alargadas otras, garabateo mis sueños con la misma ilusión que escribía a los seis, a los siete años la lista de juguetes que luego nunca me traían. Siempre eran otros juguetes. Los reyes Magos debían pensar que mi criterio no era el acertado y ellos decidían por mí. “Al chico mejor un jersey o los juegos reunidos Jeyper (que cayeron un año)”, debían pensar sus majestades de Oriente. Otra vez vino la Magia Borrás. Ya ves tú. Nunca había pedido esas cosas. Luego me divertía, la verdad y me hacía una ilusión enorme salir corriendo de la cama la mañana de Reyes en busca de los regalos al pie de la ventana.

Luego otra cosa: nunca estaban debajo de la misma ventana en la que había dejado las botas con la carta, el turrón para los reyes y la cebada para los camellos. Estaban en otra habitación. La explicación de mis padres es que, como mi casa da a dos calles, pues se ve que los reyes habían pasado por la otra calle. Siempre por la otra calle. Al menos pasaban.

La historia de por qué nunca me traían lo que había pedido es porque nunca leían la carta. Cierto. Nunca la leían. Y esto tiene una explicación que luego supe, con los años, cuando se descubre que los reyes Magos no son quien uno piensa desde el prisma de la inocente infancia. Mis reyes Magos vivían en Cuenca. Sí en Cuenca y no en Albalate, donde yo escribía la carta y la ponía con toda mi párvula ilusión cada noche de cinco de enero junto a mi ventana.

Mis padres no tenían mucho dinero y, además, en el pueblo no había muchas opciones de comprar regalos aunque en los días previos las tiendas de la Lorenza, de la Albina y de la Luci hiciesen hueco entre las cajas de zapatos y de naranjas para poner juguetes y muñecas que brillaban al reflejarse la luz de las bombillas en el plástico que los envolvía. Mis padres estaban “compinchados” con una tía mía que vivía en Cuenca, ella compraba alguna cosa para el muchacho y ellos lo dejaban la noche de Reyes en la otra habitación “para no despertarme”, me dijeron después. Algunas veces algún regalo llegaba desde Barcelona o desde Madrid si es que mis primos venían ese año al pueblo a pasar las Navidades pero, en resumidas cuentas, esa es la explicación de por qué los reyes Magos nunca me traían lo que yo escribía en mi carta.

Por cierto, yo siempre pedía una armónica. Lo hice durante muchos años, incluso cuando ya sabía quién eran los reyes de verdad y, como podéis imaginar, no me la trajeron nunca. Luego, muchos años después, me di el capricho y me la compré yo. La he tocado una vez. Ahí está, en un cajón, muerta de risa. Y es que los regalos hay que hacerlos cuando hacen ilusión.

Con todo esto de los regalos me estoy acordando de una historia que ocurrió por aquellos años de la infancia pero en un día de colegio. La mamá de unos compañeros de la escuela, un niño y una niña, no vivía en el pueblo con ellos. Vivía en una ciudad lejana mientras a ellos los criaba su papá y la abuelita. La mamá, que estaba separada de su marido, venía muy de vez en cuando a ver a sus hijos y siempre les traía regalos. Una de esas veces, recuerdo que los niños nos estaban contando en el colegio todo lo que les había traído su mamá. Nosotros les escuchábamos con la boca abierta y, todo hay que decirlo, con algo de envidia. Al menos ese era mi caso ya que una vez llegué a decir: “¡Qué suerte!” En ese momento, la maestra, doña Trinidad, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Cállate, ignorante, que no sabes lo que tienes!”

Es cierto, entonces no sabía lo que tenía, no comprendí bien aquel “ignorante” que me dijo, que me retumbaba en la cabeza aún días después, y me enfurruñé un poco. Con el tiempo comprendí perfectamente las palabras de mi maestra y llegué a aprender aquella lección que no venía en los libros pero que tan necesaria es para un niño como saber leer o escribir.

Han pasado muchos años desde entonces y llega otra noche de Reyes. Yo volveré a escribir la carta, con mi mala caligrafía y con mis sueños. Ya no pido la armónica, para qué, pero tengo otros deseos. Probablemente no haya muchos regalos como no ha habido nunca, pero me levantaré con ilusión, recogeré la carta que no habrán leído los reyes Magos, como nunca lo hicieron, me pondré las botas que dejé la noche anterior bajo la ventana y bajaré corriendo a la cocina a darle un beso a mi mamá. Y Dios quiera que por muchos años. Mi viejecita.