Después de sobrepasar la mitad de mi estancia en Perú y a falta de un mes para terminar el proyecto en Huancayo, son ya muchas las experiencias que se acumulan. Aquellos primeros días de julio resultaron un poco confusos, con el cambio de horario, el mal de altura y todas las sensaciones nuevas. Resultaron difíciles pero, ¿cuándo es fácil un cambio? ¡Era todo tan distinto! Desde el bullicio de las calles y el tráfico a la gastronomía siempre picante con una pizquita de ají en todos los platos.
Llegué a Perú sin conocer a nadie y era como comenzar de cero. Otra vez. Resetear. Tuve que ubicarme en una nueva casa, en una ciudad distinta, con nuevos compañeros de trabajo. No, no fueron fáciles aquellos días. Pero resulta que ahora parecen hasta lejanos. La impresión que me causaba la suciedad, por ejemplo, de los niños de las comunidades en las que trabajamos, es algo que ahora pasa desapercibido. Si aquellos días me resultaba incómodo el simple hecho de tocar sus manos, poco a poco ha ido desapareciendo esa sensación y disfruto jugando con ellos, con su contacto físico cuando te ven y vienen corriendo a abrazarte.
Seis hermanos de una misma familia
Y esto es sólo un ejemplo, porque ha ido sucediendo con otros aspectos. La casa en la que vivo que me parecía triste y aburrida ahora es acogedora y me siento a gusto cuando llego cansado por la tarde; si tenía casi pánico de subir las cuestas de Talhuis en la moto, ahora disfruto del viaje y del paisaje; si sufría ante un plato de comida cocinada sabe Dios cómo, ahora caigo ante el arroz y el trozo de pollo con hambre; si no llegaba a entender las apreturas de los viajes urbanos en combi, ahora me parece más divertido cuanta más gente vamos.
Y esto es sólo un ejemplo, porque ha ido sucediendo con otros aspectos. La casa en la que vivo que me parecía triste y aburrida ahora es acogedora y me siento a gusto cuando llego cansado por la tarde; si tenía casi pánico de subir las cuestas de Talhuis en la moto, ahora disfruto del viaje y del paisaje; si sufría ante un plato de comida cocinada sabe Dios cómo, ahora caigo ante el arroz y el trozo de pollo con hambre; si no llegaba a entender las apreturas de los viajes urbanos en combi, ahora me parece más divertido cuanta más gente vamos.
Cualquier sitio es bueno para sentarse a comer. Mujeres en una fiesta de Santiago en Raquina
Esto es Perú y si yo tenía otra impresión antes de venir, puedo decirles que ha desaparecido y que Perú es como es. Es así, con todas estas incomodidades que ya no lo son para mí. ¿Saben una cosa? A pesar de la miseria que pueda haber en un país tan pobre como este, no he visto a nadie pedir en las calles. Por muy pobre que sea alguien, si quiere conseguir unos céntimos siempre te ofrece algo, te vende algo. Como ejemplo, una viejecita vestida con harapos en una esquina. A sus pies tiene una báscula, de esas planas que casi todos tenemos en el baño de casa. Por 10 céntimos de sol puedes saber tu peso. Siempre hay algo que vender. Como los que ofrecen el teléfono móvil (aquí celular) para hacer una llamada, una simple llamada. Si tú no tienes móvil, usas uno de estos que te ofrecen en las esquinas al grito de ¡llamadas, llamadas! y pagas el importe. Así de sencillo.
Después de mes y medio en el proyecto ‘Comunidades Andinas Educativas’, como ven, he tenido tiempo de adaptarme a la realidad, de conocer el entorno en el que me muevo, de comprender que la primera impresión no es la que cuenta sino lo que viene detrás. En este tiempo he puesto en marcha tres talleres de radio en las comunidades de Pucará (éste está a punto de terminar), en Talhuis y en Raquina. En este tiempo he asistido a un pagapu de ofrenda a la Pachamama, he pateado las calles de Huancayo hasta la feria de artesanía, he conocido cómo se hace un mate burilado, he recorrido los claustros del convento de Ocopa donde los misioneros franciscanos se preparaban antes de iniciar su aventura de evangelización en la selva amazónica hace 300 años, he visto cómo los pucarinos representan una batalla que ocurrió hace más de cien años, he bailado en las fiestas de Santiago con un grupo de eslovenos, he probado la pachamanca y no me gustó, y un plato de arroz con marisco que me estuvo tan rico como si lo comiera en la playa de Valencia, he sufrido la tristeza gris y húmeda de la ciudad de Lima, pero también he vivido en esta ciudad las sensaciones más intensas, he metido los pies en las aguas del Pacífico en una playa inmensa y solitaria, he visto tumbas de hace 2.000 años o más, he mascado coca a 4.000 metros de altitud, he cruzado el cauce de un río en autobús, he hecho tantas cosas que hasta me ha mordido un perro, aunque en este caso yo no quería. De esto hace mes y medio, pero parece ¡tan lejos!
Esto es Perú y si yo tenía otra impresión antes de venir, puedo decirles que ha desaparecido y que Perú es como es. Es así, con todas estas incomodidades que ya no lo son para mí. ¿Saben una cosa? A pesar de la miseria que pueda haber en un país tan pobre como este, no he visto a nadie pedir en las calles. Por muy pobre que sea alguien, si quiere conseguir unos céntimos siempre te ofrece algo, te vende algo. Como ejemplo, una viejecita vestida con harapos en una esquina. A sus pies tiene una báscula, de esas planas que casi todos tenemos en el baño de casa. Por 10 céntimos de sol puedes saber tu peso. Siempre hay algo que vender. Como los que ofrecen el teléfono móvil (aquí celular) para hacer una llamada, una simple llamada. Si tú no tienes móvil, usas uno de estos que te ofrecen en las esquinas al grito de ¡llamadas, llamadas! y pagas el importe. Así de sencillo.
Después de mes y medio en el proyecto ‘Comunidades Andinas Educativas’, como ven, he tenido tiempo de adaptarme a la realidad, de conocer el entorno en el que me muevo, de comprender que la primera impresión no es la que cuenta sino lo que viene detrás. En este tiempo he puesto en marcha tres talleres de radio en las comunidades de Pucará (éste está a punto de terminar), en Talhuis y en Raquina. En este tiempo he asistido a un pagapu de ofrenda a la Pachamama, he pateado las calles de Huancayo hasta la feria de artesanía, he conocido cómo se hace un mate burilado, he recorrido los claustros del convento de Ocopa donde los misioneros franciscanos se preparaban antes de iniciar su aventura de evangelización en la selva amazónica hace 300 años, he visto cómo los pucarinos representan una batalla que ocurrió hace más de cien años, he bailado en las fiestas de Santiago con un grupo de eslovenos, he probado la pachamanca y no me gustó, y un plato de arroz con marisco que me estuvo tan rico como si lo comiera en la playa de Valencia, he sufrido la tristeza gris y húmeda de la ciudad de Lima, pero también he vivido en esta ciudad las sensaciones más intensas, he metido los pies en las aguas del Pacífico en una playa inmensa y solitaria, he visto tumbas de hace 2.000 años o más, he mascado coca a 4.000 metros de altitud, he cruzado el cauce de un río en autobús, he hecho tantas cosas que hasta me ha mordido un perro, aunque en este caso yo no quería. De esto hace mes y medio, pero parece ¡tan lejos!
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