lunes, 22 de junio de 2009

ME VOY A PERÚ (CON LA MALETA VACÍA)

FOTO: MINKA

Faltaban pocos minutos para la medianoche cuando al final me decidí a enviar la solicitud para el programa Jóvenes Cooperantes de Castilla-La Mancha. Se acababa el plazo. Me había hecho el remolón durante los últimos días ya que me asaltaban todo tipo de dudas. Qué si tres meses es mucho tiempo, que si va a ser una experiencia nueva, que qué van a decir en mi trabajo, que si voy a conocer a gente estupenda. Pues eso, un montón de preguntas que iban y venían. El final tome una decisión. Clic ‘Enviar’.
Volví a tener noticias pocos minutos antes de la medianoche del día de mi cumpleaños. Un mensaje de móvil me avisaba de que había sido preseleccionado. En un momento se me fueron todas las dudas y recibí la noticia con una alegría enorme. Fue como el primer regalo de cumpleaños y a lo largo de las semanas siguientes me he ido ilusionando en cada encuentro, curso o jornada de preselección o de formación (para los que han estado conmigo es lo mismo que decir Palancares, Chillarón y Toledo). Tres meses después de recibir ese mensaje, cercana ya la medianoche, y a pocos días de iniciar el viaje, hago balance de lo intensos que han sido estos días previos y de lo que he aprendido. Poco conocía yo de la cooperación internacional y ahora esas palabras, u otras como desarrollo o países del Sur, y otras muchas, se van amueblando en mi mente contribuyendo a modelar mi forma de pensar sobre determinadas preocupaciones.
También ha aparecido estas semanas Perú, el país andino donde los Incas miraban a las estrellas. Y con Perú otros nombres, conceptos y gentes: Lima, Huancayo, Junín, los Andes, la altitud (¡3.200 m!), el soroche, las comunidades educativas, Prodei, Alan García, las reivindicaciones de los indígenas de la amazonia, la Pachamama, la yuca… ¡Y lo que me queda por aprender!
De momento ya me he vacunado y me he comparado una maleta. Ahora falta llenarla. ¿Qué me llevaré? Llenar una maleta es como querer saber qué vas a necesitar en el tiempo del viaje, pero ¿cómo saberlo? Si al menos tuviera el bolso de Sport Billy, del que sacabas cualquier objeto de tamaño minúsculo y adquiría su volumen real en milésimas de segundo (sí, ya vamos teniendo unos años). Pero no, la maleta está vacía y me marcharé al Perú con ella vacía. Ya la llenaré.
No es muy grande así que tendré que apretar en ella todos los paisajes que vea, las sonrisas que reciba, los abrazos que pueda dar y que me den, las voces que no querré olvidar, los momentos que me encojan el corazón, los sabores que descubriré (los que me gusten y los que no), el frío de las montañas, el calor de las miradas, el vuelo de los cóndores, el roce de una mano, el viento en la cara, los colores de un chullo apretado a un rostro, el sonido del agua de los manantiales, el encontronazo con alguna llama maleducada, las notas de las canciones que escuche, el sabor de las hojas de coca, las historias que me cuenten y que no querré olvidar, la sensación de mirar al cielo desde Machu Pichu…
Creo que voy a necesitar el bolso mágico de Sport Billy, (he de confesar que siempre he querido tenerlo).

miércoles, 13 de mayo de 2009

PREGUNTAS DIFICILÍSIMAS (al profesor Ángel Luis Mota)

“-Jaimito, dinos una palabra que tenga cinco veces la letra ‘i’.

-Pero, señorita, eso es dificilísimo.

-Muy bien, Jaimito. Aprobado”.

Permítanme que eche mano de este chiste infantil para referirme al profesor Ángel Luis Mota, y digo lo de profesor con todas las de la ley y cariñosamente pues es así como me refería a él en la radio, aunque uno no haya sido nunca alumno suyo en las aulas, pero sí en la vida y supongo que, al cabo de los años, también frente al micrófono. Un chiste inocente y a la vez ingenioso como era el humor que derrochaba Ángel Luis, partículas de risa que se le caían al suelo por donde pasaba dejando un rastro amigable e irónico. ¡Qué suerte haber podido caminar junto a él!

Muchas veces lo he dicho, pero los viernes, a la una de la tarde, ha sido durante muchos años el mejor momento de la semana, de mi semana. A esa hora el profesor Ángel Luis Mota llegaba a la redacción de SER Cuenca para hacer en directo su sección de cine en ‘Hoy por hoy Cuenca’. Cuando recogí el testigo del programa de mi compañera Aurora Duque, el profesor venía en el lote. Nadie, a lo largo de la decena de años (o más) que ha colaborado con la SER, se había cuestionado nunca esos minutos de radio. Un espacio sobre cine contado con amabilidad, con buen rollo, sin tecnicismos, para todos. Jamás se dijo nunca ‘no vayan a ver esta película’ o ‘esta otra no merece la pena’. Siempre estaba su amigo Jacinto a quien le gustaban las películas de Van Damme, por ejemplo.

Ese tiempo de cine en la radio era esperado por mí porque traía relajación. A esa hora de los viernes la actualidad ya no te mete prisa y el espacio de Ángel Luis se hacía sin guión. No hacía falta. Es más, me hubiera podido salir del estudio (como alguna vez hice) y él hubiera seguido hablando, contándole a los oyentes cualquier historia, aunque ésta nada tuviera que ver con el cine.

Para explicar los argumentos de las películas siempre me ponía de ejemplo. Con él he sido desde un pastor de cabras en el Atlas hasta un excombatiente del Vietnam con problemas psicológicos. Un día llegó a comparar los rituales de apareamiento de los pingüinos con mi vida sexual.

El resultado final era, no ya la risa, sino la carcajada, también compartida con sus oyentes, esos oyentes que le han reclamado en las ondas y que, sé con seguridad, tanto le echan de menos.

El remate final a ese espacio de cine era siempre la charla con ellos, con los oyentes a los que regalábamos una entrada de cine si respondían correctamente a las preguntas del profesor Ángel Luis Mota. ‘Preguntas dificilísimas’ decíamos con ironía pues hasta los niños las sabían, como el chiste de Jaimito.

Si las películas están hechas de fotogramas, la vida lo está de sensaciones. Las que me ha dejado Ángel Luis las guardo celosamente y aunque haya podido compartir algún retazo en estas líneas, lo mejor lo guardo bajo la piel, que es donde más calienta.

Si me permiten, proyecto para terminar uno de esos fotogramas: el estudio de radio, el micrófono y su voz grave terminando de contar el argumento de una película cualquiera “…y al final ¿qué pasará? Eso ya no lo contamos. Vayan al cine”.

miércoles, 28 de enero de 2009

Lisboa 6. Tudo isto é fado


"Amor, celos,
ceniza y fuego,
dolor y pecado.
Todo esto existe.
Todo esto es triste.
Todo esto es fado."

Amália Rodrigues, (1920-1999), cantante de fado

Dicen que una visita a Lisboa debe incluir, al menos, una noche de fado. Los lugares que ofrecen este espectáculo se encuentran sobretodo en el barrio de Alfama (el más antiguo de la ciudad) y en el barrio Alto. Además, muchos de ellos combinan cena con fado por entre 30 y 40€. Durante la velada, los cantantes de fado se irán turnando sobre el tablado acompañados siempre por la guitarra española, llamada por los portugueses 'viola', y por la guitarra portuguesa, un instrumento de seis cuerdas dobles similar a la bandurria pero con mayor caja de resonancia. Y se turnarán hombres y mujeres, cantarán tres o cuatro fados y volverán a sentarse. ("Almas vencidas, / noites perdidas"). Si la noche fadista se alarga, volverán a cantar.
El fado es un espectáculo de tabernas, pegado siempre al pueblo más humilde, y es recomendable verlo en estos lugares, en las 'Casas de fados', espacios en semipenumbra con paredes decoradas con retratos de fadistas antiguos, lugares en los que se puede tomar una copa en buena compañía hasta el momento de apagar las luces, entonces el fado será protagonista.
Si bien es cierto que hoy en día se vende como un atractivo turístico para los visitantes de Lisboa, el fado es la canción portuguesa por excelencia y en lo más profundo de esta ciudad late la tristeza de un fado, por lo que si queremos conocer un poco más a los lisboetas, debemos emocionarnos escuchando sus penas ("Sombras bizarras / na mouraria / canta um rufia / chocan guitarras").
El fado es siempre melancólico, nostálgico, desgarrado; cuenta y canta historias de dolor y tristeza, de frustración y desamor ("Amor, ciúme, / cinzas e lime, / dor e pecado"), aunque también, sobretodo en Lisboa, se escuchan fados divertidos que narran historias con ironía.
Sentarse a escuchar un fado es olvidarse de todo lo demás, es adentrarse en las melodías más tristes que nos llevarán a trágicos destinos, es disfrutar callado de una pasión emocionada ("Tudo isto existe"), es escuchar como las guitarras arañan la noche ("Tudo isto é triste") y es sentir la caricia de la voz más triste en el corazón más triste ("Tudo isto é fado").
El amor está presente en la gran mayoría de los fados, pero suele ser un amor imposible, perdido o no correspondido. El origen latino de la palabra fado significa 'destino' y para contar las historias reales de la vida, historias en las que el final no es de cuento ni mucho menos feliz, para contar esas historias hay que hablar de amor, sí, pero también de fado ("Nao me fales só de amor / fala-me também do fado").

http://www.youtube.com/watch?v=4-RPSLN0AsE



martes, 27 de enero de 2009

Lisboa 5. Callejuelas y mercados


Otro día hablaremos de Baixa, Rossio o Chiado, los barrios de las tiendas Zara y las calles rectas y perpendiculares, pero me apetece pasear por otros 'bairros' más incrustados en la tierra. La Lisboa vieja, sucia y rota, la de los interminables baches en la calzada, algunos tan hondos que se puede plantar un olivo, la de las fachadas desconchadas y los coches mal aparcados, esa ciudad más caótica, tiene otros encantos. El hecho de vivir en un barrio tan popular como Penha da França o Graça, sobre una de esas siete colinas, me permite recorrer cada día estas calles garabateadas que suben y bajan y se retuercen en esquinas imposibles creando rincones sombríos o abriéndose a amplios miradores sobre el río.
Por aquí las tiendas son tiendecitas de toda la vida: panaderías que abren muy pronto y que cuando venden el último chusco de pan, echan el cierre aunque sean las doce del mediodía, fruterías que son tiendas de ultramarinos con expositores de cintas de casete en la puerta, tiendas de textil que son bazares de retales y ropa cosida de todas clases.
Son calles con sonidos de vida diaria, de encontrarse con un vecino y pararse a hablar, de conversaciones que se ven asaltadas de repente por la campana del eléctrico pidiendo paso por las aceras.
Son muy curiosos los mercados populares en los que se vende de todo, absolutamente de todo, y en los que nada sirve para nada. Zapatos a 50 céntimos, pero eso sí, sólo un zapato. Si en algún otro puesto, o cualquier otro día de mercado encuentras el otro, entonces habrás comprado un par de zapatos por un euro, sino, un sólo zapato por 50 céntimos. Venden gafas graduadas a granel extendidas sobre una manta en el suelo. Es cuestión de comenzar a probarlas (con éstas no leo, con éstas tampoco, ¿pero sabe usted leer?, no, entonces para que quiere unas gafas) hasta que encontremos unas con las que veamos algo. Yo tengo unas. No veo absolutamente nada con ellas, pero me quedan bien.
Pero sorprende sobre todo los objetos tan viejos (una peça, 1€; tres a 2€) que pretenden vender: bisagras oxidadas, clavos doblados, cabezas de muñecas bizcas, el cable de las lucecitas del árbol de Navidad pero sin lucecitas, sólo el cable; moldes de madera para hacer zapatos, por si no encuentras el otro par y te lo quieres hacer tú; paquetes de tabaco vacíos, láminas de dibujos de Durero con manchas de grasa, un pequeño cuadro con la fotografía de una pareja de novios, planchas de carbón, herraduras con sólo seis agujeros, transistores de tercera o cuarta mano, botijos sin pitorro, cuadros de 'La última cena' de Da Vinci, discos de vinilo de Violeta Parra, bolsos de mujer feos, muy feos, horrorosos, maquinitas de videojuegos de las que regalaban en Telepizza, muñequitos de plástico de indios y vaqueros, orinales estampados,... Y así hasta el infinito de las cosas que todos tenemos en casa, que nunca tiramos por si hacen falta pero que no sirven para nada y que, si viviéramos en Lisboa, podríamos vendérselas a nuestros vecinos como si de un tesoro se tratase.
Más allá de los mercadillos que se montan una vez a la semana, podemos saborear este contacto con los lisboetas descolgándonos por las escalinatas del barrio de Alfama hasta la orilla del río. Callejuelas que se enroscan en las casas serpenteando entre balcones y patios con naranjos, ropa tendida y olor a comida haciéndose en las cocinas, nos llevan por espacios que recuerdan a las medinas árabes con sabor a cilantro y 'a churrasco de frango'. A lo mejor la música de un fado antiguo se escucha más allá de una ventana y ese sonido completa una fotografía de sentidos portugueses, muy portugueses.

lunes, 26 de enero de 2009

Lisboa 4. El eléctrico


Por si alguien no lo sabe, Lisboa está construida sobre siete colinas junto al estuario del Tajo, río que aquí se llama Tejo, pero que es el mismo que pasa allá por la Alcarria, ese terreno tan familiar, allá en el centro de la península. Que una ciudad esté construida sobre siete colinas significa que tiene cuestas multiplicadas por siete. Es como siete cascos antiguos de Cuenca uno pegado al otro. Bajas, subes; bajas, subes; bajas y... subes en tranvía.
Para recorrer las calles lisboetas el mejor medio de transporte son los zapatos (de tacón no, ya lo dijimos). El coche, por ejemplo, es mejor dejarlo aparcado y evitar enfrentarse al tráfico caótico de Lisboa. En este aspecto sorprende cómo los lisboetas aparcan en cualquier sitio, sobretodo encima de las aceras, impidiendo el paso a los peatones sin ningún pudor (no quiero ni imaginar cómo podría valerse por estas calles un discapacitado en silla de ruedas). También es habitual dejar el coche en medio de la calle. Sí, sí, en medio de la calle. Si la vía es ancha y el conductor ve que los coches pueden circular en ambos sentidos, esquivando su coche aparcado en el centro de la calzada, les aseguro que no dudará en dejarlo ahí, en medio.
Luego está el asunto de los tranvías, que van por su carril, eso es verdad, pero que en algunos tramos de calles estrechas abordan con su volumen a los peatones que pasean por las aceras. Hay que tener un cuidado tremendo. Y es muy curioso subir en ellos y afrontar con emoción las empinadas subidas entre calles estrechas con curvas muy pronunciadas.
El primer día que monté en uno de ellos, era ya de noche, llovía y los cristales del eléctrico estaban empañados. Sólo se veía algo a través de la luna delantera que barría sistemáticamente un limpiaparabrisas que no daba abasto. Más allá de la lluvia, las luces de la ciudad aparecían tímidas y la gente, dentro del tranvía, se centraba en sus pensamientos ajenos al trantrán ascendente del vehículo.
Debido a que el tranvía estaba bastante lleno, me tuve que quedar junto a la puerta de entrada, justo detrás del conductor, por lo que veía perfectamente cómo el eléctrico desafiaba las cuestas lisboetas camino del barrio de Graça. Subíamos desde Baixa y, tras dejar a la izquierda la mole de la Sé, el eléctrico se pierde entre las callejuelas del barrio de Alfama. En esas estábamos, cuando apareció una pared justo delante de nosotros, en medio del camino. Miro al conductor y veo que está distraído con unos papeles que tiene en la mano sin mirar al frente. Por mi mente pasaron los peores pensamientos. En una milésima de segundo, el eléctrico giró a la izquierda dando un meneo a todos sus ocupantes, el conductor alzó la cabeza, giró una minúscula manivela con la mano, vio como el tranvía seguía cuesta arriba, afanoso y dentro de sus raíles, y volvió a su lectura. En esa milésima de segundo, mi corazón se puso a mil por hora y volvió a relajarse a su pulso normal al ver que delante de nosotros ya no había una pared, sino otra empinada cuesta adoquinada por la que ascendíamos lentos pero seguros.


"Amor é fogo que arde sem se ver"
Luís de Camões