
miércoles, 6 de abril de 2011
sábado, 15 de enero de 2011
SER FELICES

El doctor Francisco Fernández-Avilés, una de las grandes eminencias del mundo en cardiología, que por cierto es de Cuenca, aconseja para tener un corazón sano "intentar ser lo más feliz posible". "Con el nivel de vida que hemos alcanzado en los países occidentales tenemos que ser compasivos con los demás, estar agradecidos con esta vida y ser muy felices. Estoy convencido de que el corazón tiene mucho que ver con los sentimientos", añade.
Esto lo dice uno de los mejores cardiólogos del mundo, jefe del servicio de Cardiología del hospital 'Gregorio Marañón' de Madrid.
Yo me lo creo.
martes, 11 de enero de 2011
CITÉ SOLEIL, EL BASURERO DE HAITÍ

Pero el horror estaba en las calles. Con millón y medio de habitantes, Puerto Príncipe acoge a una población con muchas carencias y que ya de por sí vive por debajo del umbral de pobreza.
LAS HIJAS DE LA CARIDAD
En el suburbio de Cité Soleil, el basurero de Puerto Príncipe, trabajan unas monjas españolas que reciben apoyo económico desde Cuenca. A través de una asociación con el mismo nombre del barrio marginal, distintas personas colaboran económicamente con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, una congregación que cada día, desde hace casi 40 años, se enfrenta a la pobreza de las chabolas de Cité Soleil.
Desde Haití llega el testimonio de la monja conquense Sor Milagros Caballero que en una de sus últimas visitas a Cuenca explicaba: “Es un suburbio muy pobre donde la mayoría de las casas están hechas de cartón, de madera o de metal. Hay muy pocas que están bien construidas con bloques de cemento. Allí trabajamos las Hijas de la Caridad con cerca de 1.600 niños”.
Circunstancialmente, Sor Milagros se encontraba fuera de Haití cuando ocurrió el terremoto ya que viajó a Puerto Rico por una revisión médica. Tiene 78 años y a pesar de su edad y de los achaques de la misma, no duda en seguir en Cité Soleil. “Cada tres años me vengo unos meses a Cuenca a ver a mi hermana que ya la echaba de menos”, comenta Sor Milagros. “Pero cuando vengo aquí echo de menos Cité Soleil”. Allí, junto a otras monjas se ocupa, junto a un extenso grupo de profesores, de la educación de los niños. “Yo soy responsable de 450 niños de pre-escolar que no pagan debido a lo que nos ayuda Cuenca. Casi lo cubrimos todo. Tenemos 20 profesoras que trabajan con ellos”, apunta Sor Milagros. “Al mismo tiempo yo me ocupo de las mamás de estos niños. Les enseño a trabajar, a coser, a realizar artesanía. Esos trabajos los vendemos para pagarles a ellas cada semana. Con ese dinero pueden dar de comer a sus hijos los sábados y domingos porque el resto de los días comen con nosotras”.
La pobreza es extrema en el basurero de Puerto Príncipe. “La gente carece de todo”, nos dice Sor Milagros. “Afortunadamente nosotras aportamos algo de esperanza. Tenemos enfrente de nuestra casa los colegios y el Centro de Salud que nos ha construido la Embajada de España. Podemos decir que estamos bien. Los niños comen dos veces al día y están allí hasta que obtienen el certificado de Primaria”. El Centro de Salud referido está gestionado por la ONG ‘Médicos sin Fronteras’. “El Hospital lo construimos nosotros pero tras los disturbios ocasionados en el barrio por la marcha de Aristide, se lo dejamos al Estado”, apunta Sor Milagros. “Ahora son ‘Médicos sin Fronteras’ quienes lo llevan. Y muy bien”. Precisamente parte de todos esos edificios sufrieron las consecuencias del terremoto y algunos de ellos se vinieron abajo. Afortunadamente sin consecuencias para los trabajadores, pero como explicaba Florián Belinchón, miembro de la asociación conquense ‘Ayuda a Cité Soleil’, “parte de los dos mil niños que tenemos en el colegio sufrieron lesiones e incluso algunos murieron”. Florián ha lanzado un mensaje a los padrinos de Cuenca: “a los niños supervivientes hay que tenerles el mismo aprecio que a los demás y seguir con el apadrinamiento. Nosotros vamos a seguir apoyando la obra con vuestra ayuda y reconstruir todo lo que podamos”.
Cuando los niños que atienden las Hijas de la Caridad en Cité Soleil terminan la Primaria, tienen que cursar, al menos cuatro años en Secundaria para aprender un oficio y poder trabajar. “Nuestra congregación tiene también una asociación en Navarra que nos ayuda y manda un poco de dinero cada mes con el que pagamos el colegio a los niños que terminan la Primaria con nosotros hasta que puedan aprender un oficio y colocarse. A algunos, incluso, les estamos pagando la Universidad”.
CÓMO AYUDAR DESDE CUENCA
Mientras Sor Milagros y otras monjas de su congregación trabajan en Cité Soleil, su hermana Sor María, también miembro de las Hijas de la Caridad, trabaja desde Cuenca para recaudar el dinero que necesitan para educar y mantener a sus 1.600 niños. “Lo que más nos aporta es el apadrinamiento”, comenta Sor María. “Tenemos casi 800 socios que han apadrinado un niño, por 160 euros al año. Pero además, vendemos mantelerías o postales por encargo. Estas piezas las fabrican las madres de los niños de Cité Soleil. Ese trabajo se hace allí y se vende aquí. En concreto se puede adquirir en el Hospital de Santiago, donde está la sede de la Asociación ‘Ayuda a Cité Soleil’. Pero la gente que ya nos conoce realiza pedidos por encargo”.

domingo, 9 de enero de 2011
El abrigo de lana
Habían pasado muchos años de aquella historia. Ahora tenía entre sus manos esa prenda de vestir que tanto calorcito le proporcionó en el crudo invierno de Ginebra, después en Madrid y a temporadas en el pueblecito manchego de su familia. El abrigo de lana blanca emprendía ahora una nueva etapa. Estaba bien conservado, lo había tratado con delicadeza estos años, lavándolo siempre a mano y en agua fría. Pero ya no se lo ponía. Así que esa mañana, cuando terminó de rememorar aquella historia y después de comprobar la suavidad de la lana al pasarla una vez más por sus mejillas, metió el abrigo, junto al resto de las prendas, en la bolsa que iba a dejar en el contenedor de la ropa usada.
Caminaba por la calle pensando en el destino de aquellas ropas. Por un lado recordaba cuándo se las había puesto ella y a qué acontecimientos estaban asociadas. La blusa azul con las cenefitas bordadas le recordaría siempre las calles de Madrid y aquellos últimos meses de universidad; el pantalón de paño gris no le traía muy buenos recuerdos porque lo llevó durante aquel trabajo en la agencia de información donde tan mal le pagaban; el jersey de punto negro, abierto y que se cerraba con dos botoncitos, se lo regalaron en un cumpleaños. “¿En cuál?”, pensó.
A su vez se imaginaba dónde irían a parar esas prendas después de depositarlas en el contenedor de la ropa usada. Se acordaba de una historia que le contaron una vez, cuando un amigo suyo vio en un reportaje de Informe Semanal a un niño andino con un jersey que él había donado a Caritas e inconfundible porque se lo había tejido su madre con dos abetos y un muñeco de nieve en el pecho. Aquel jerseycito que tanto le abrigó a él seguía arropando a otro niño al otro lado del mundo.
En estos pensamientos estaba cuando llegó por fin al contenedor de ropa usada que quedaba en la puerta de su trabajo. Descubrió que junto a él había una mujer que metía los brazos por la ranura intentando, imaginó ella, sacar alguna prenda de ropa para su propio uso. Esta suposición se mantenía en que la mujer iba vestida con apenas un vestido viejo, roto en los codos y algo desgarrado en la sisa izquierda. Iba sin medias, con zapatillas deportivas y llevaba el pelo corto y algo despeinado.
En ese momento no supo qué hacer, si esperar a que se marchara esa mujer para meter la ropa en el contenedor o dejar la bolsa en el suelo y subir a su trabajo porque, además, se estaba haciendo ya tarde. De repente, aquella mujer se volvió y, escupiendo las palabras, le dijo: “¿Qué llevas en esa bolsa?”. “Oh, nada, sólo algo de ropa que quiero echar en el contenedor”, contestó tímida. “¡A ver!”, escupió esta vez la mendiga mientras le arrebataba la bolsa de la mano. En un momento toda la ropa estaba en el suelo. Sobre la acera vio de nuevo el abrigo de lana blanca que le tejieron en Lima, sus blusas, sus pantalones que hacía años ya no se ponía, aquel jersey negro, un gorro de lana de color rosa claro y unos zapatos de medio tacón que estaban nuevos porque le apretaban un poco y nunca se los puso. “¿Pero qué hace?” “¡Calla!”, contestó la mujer que en ese momento se quitó el viejo vestido y comenzó a vestirse con la ropa del suelo. Se puso unos pantalones vaqueros, una blusa, se calzó los zapatos de medio tacón, se abrochó el jersey negro, se puso el gorro de lana bajo el que escondió sus despeinados cabellos y no dudó ni un momento en ponerse el abrigo de lana blanca.
Viendo a la mendiga así vestida, descubrió que se parecía mucho a ella misma. “Claro, lleva mi ropa”, pensó y en ese momento se dio cuenta de que aquella mujer tendría su misma edad y su misma talla. “Incluso la ropa parece que le queda mejor que a mí”. Justo en ese momento le sonó el teléfono móvil. Metió la mano en el bolso y vio que le llamaban del trabajo. Se acordó entonces de que llegaba tarde. Contestó y reconoció la voz de su jefe pero le extrañaron sus palabras: “¿Dionisia?” “No, soy Inés”, contestó, “pero ya subo en seguida”. La voz de su jefe insistió: “por favor, ¿puedo hablar con Dionisia?” Se quedó en silencio sin saber que contestar y el final dijo: “no sé quién es Dionisia”. “Yo soy Dionisia”, dijo en ese momento la mendiga que se había puesto su ropa. “Dame el teléfono”, añadió, mientras le arrebataba el aparato de la mano.
La última imagen que tuvo de aquella extraña mujer fue entrando en el edificio de su propio trabajo, vestida con sus propias ropas, hablando por su propio teléfono móvil, con su propio jefe, al que le decía esta vez con voz dulce y melodiosa que se había retrasado un poco esa mañana porque no encontraba el abrigo de lana blanca que quería ponerse.
martes, 4 de enero de 2011
El niño que encontraba los juguetes en la otra habitación
Tengo la costumbre de escribir la carta a los reyes Magos todos los años. En cualquier papel, con mi mala caligrafía de letras rotas, redondeadas a veces, alargadas otras, garabateo mis sueños con la misma ilusión que escribía a los seis, a los siete años la lista de juguetes que luego nunca me traían. Siempre eran otros juguetes. Los reyes Magos debían pensar que mi criterio no era el acertado y ellos decidían por mí. “Al chico mejor un jersey o los juegos reunidos Jeyper (que cayeron un año)”, debían pensar sus majestades de Oriente. Otra vez vino la Magia Borrás. Ya ves tú. Nunca había pedido esas cosas. Luego me divertía, la verdad y me hacía una ilusión enorme salir corriendo de la cama la mañana de Reyes en busca de los regalos al pie de la ventana.
Luego otra cosa: nunca estaban debajo de la misma ventana en la que había dejado las botas con la carta, el turrón para los reyes y la cebada para los camellos. Estaban en otra habitación. La explicación de mis padres es que, como mi casa da a dos calles, pues se ve que los reyes habían pasado por la otra calle. Siempre por la otra calle. Al menos pasaban.
La historia de por qué nunca me traían lo que había pedido es porque nunca leían la carta. Cierto. Nunca la leían. Y esto tiene una explicación que luego supe, con los años, cuando se descubre que los reyes Magos no son quien uno piensa desde el prisma de la inocente infancia. Mis reyes Magos vivían en Cuenca. Sí en Cuenca y no en Albalate, donde yo escribía la carta y la ponía con toda mi párvula ilusión cada noche de cinco de enero junto a mi ventana.
Mis padres no tenían mucho dinero y, además, en el pueblo no había muchas opciones de comprar regalos aunque en los días previos las tiendas de la Lorenza, de la Albina y de la Luci hiciesen hueco entre las cajas de zapatos y de naranjas para poner juguetes y muñecas que brillaban al reflejarse la luz de las bombillas en el plástico que los envolvía. Mis padres estaban “compinchados” con una tía mía que vivía en Cuenca, ella compraba alguna cosa para el muchacho y ellos lo dejaban la noche de Reyes en la otra habitación “para no despertarme”, me dijeron después. Algunas veces algún regalo llegaba desde Barcelona o desde Madrid si es que mis primos venían ese año al pueblo a pasar las Navidades pero, en resumidas cuentas, esa es la explicación de por qué los reyes Magos nunca me traían lo que yo escribía en mi carta.
Por cierto, yo siempre pedía una armónica. Lo hice durante muchos años, incluso cuando ya sabía quién eran los reyes de verdad y, como podéis imaginar, no me la trajeron nunca. Luego, muchos años después, me di el capricho y me la compré yo. La he tocado una vez. Ahí está, en un cajón, muerta de risa. Y es que los regalos hay que hacerlos cuando hacen ilusión.
Con todo esto de los regalos me estoy acordando de una historia que ocurrió por aquellos años de la infancia pero en un día de colegio. La mamá de unos compañeros de la escuela, un niño y una niña, no vivía en el pueblo con ellos. Vivía en una ciudad lejana mientras a ellos los criaba su papá y la abuelita. La mamá, que estaba separada de su marido, venía muy de vez en cuando a ver a sus hijos y siempre les traía regalos. Una de esas veces, recuerdo que los niños nos estaban contando en el colegio todo lo que les había traído su mamá. Nosotros les escuchábamos con la boca abierta y, todo hay que decirlo, con algo de envidia. Al menos ese era mi caso ya que una vez llegué a decir: “¡Qué suerte!” En ese momento, la maestra, doña Trinidad, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Cállate, ignorante, que no sabes lo que tienes!”
Es cierto, entonces no sabía lo que tenía, no comprendí bien aquel “ignorante” que me dijo, que me retumbaba en la cabeza aún días después, y me enfurruñé un poco. Con el tiempo comprendí perfectamente las palabras de mi maestra y llegué a aprender aquella lección que no venía en los libros pero que tan necesaria es para un niño como saber leer o escribir.
Han pasado muchos años desde entonces y llega otra noche de Reyes. Yo volveré a escribir la carta, con mi mala caligrafía y con mis sueños. Ya no pido la armónica, para qué, pero tengo otros deseos. Probablemente no haya muchos regalos como no ha habido nunca, pero me levantaré con ilusión, recogeré la carta que no habrán leído los reyes Magos, como nunca lo hicieron, me pondré las botas que dejé la noche anterior bajo la ventana y bajaré corriendo a la cocina a darle un beso a mi mamá. Y Dios quiera que por muchos años. Mi viejecita.

domingo, 19 de diciembre de 2010
¿DÓNDE ESTÁ LA NAVIDAD?

Avanzaba el mes de diciembre con la sensación de que algo no marchaba bien. En el palacio del Calendario había más movimiento del habitual. Los días, las semanas, incluso los meses, que tanto les costaba avanzar a veces, se movían inquietos. Unos y otros se cruzaban por los pasillos, se asomaban por las ventanas, miraban detrás de las cortinas, levantaban alfombras, abrían cajones, se quedaban parados de repente delante de un reloj viendo como el minutero avanzaba, como el segundero volaba girando en la esfera del tiempo. Tic tac, tic tac… Había alboroto en el palacio del Calendario y entre carreras y prisas, los meses, las semanas, los días, las horas, se cruzaban entre sí, se apelotonaban en una u otra habitación, pasaban de octubre a mayo, de febrero a julio, y entre gritos se escuchaba una y otra vez la misma pregunta: “¿Dónde está la Navidad?”
En la más alta de las habitaciones de aquel palacio circular, la luz no se apagaba ni de noche ni de día desde hacía una semana. El señor del Calendario mantenía reuniones, una tras otra, con todos los responsables del paso del tiempo. Se hacían preguntas pero ninguna tenía respuesta. Todo comenzó cuando se despertó el nueve de diciembre. Hacía frío aquella mañana, sí, pero es que la habitación del mes de diciembre da al norte y en ella siempre hace frío. Cierran muy mal las ventanas y por ellas se cuela a veces la nieve que cubre con un manto blanco los días. Depende de cómo sople el viento, algunas veces la nieve cae sobre el catorce de diciembre, otras sobre el veintiocho. Nunca se sabe con certeza. Pero estos días que son bajitos, o mejor dicho, cortos, con la sombra de la noche que les oscurece el rostro, tiritan casi siempre. Al nueve de diciembre le gustaba mucho mirar por la ventana cada año porque siempre veía a lo lejos, sobre el horizonte, la luz de la Navidad y corría escaleras arriba hasta la más alta de las habitaciones del palacio para comunicarle al señor del Calendario que la Navidad estaba cerca.
Este año el nueve de diciembre se pasó casi la mitad de su tiempo escudriñando el paisaje que se veía desde su frío ventanal. Se le helaron las naricillas con el viento frío del norte pero no vio nada. Pasó la tarde un poco triste y esa vez no subió a la más alta de las habitaciones del palacio. Sólo, cuando estaba ya cansado, a punto de quedarse dormido, le dijo al diez de diciembre: “No he visto venir a la Navidad. Presta tú atención”.
El mismo recado se sucedió a los tres días siguientes de diciembre, hasta que el catorce decidió subir a la habitación más alta del palacio. Encontró al señor del Calendario atareado sobre una mesa llena de papeles. Junto a él estaba el siete de diciembre reclamando que le cambiaran de ubicación cansado de estar entre el seis y el ocho. “Esos dos perezosos no trabajan nunca”, decía, “y yo en medio sin saber qué hacer, si trabajar o vestirme de rojo como ellos”. “No te preocupes”, le decía el señor del Calendario, “tenemos casi un año para solucionar ese problema. Bájate a la habitación y descansa”. “¿A la habitación? ¡En esa habitación del mes de diciembre hace un frío que pela!”, refunfuñaba el siete.
Cuando el catorce de diciembre estuvo a solas con el señor del Calendario le transmitió su preocupación. “Ni el nueve ni el diez ni el once ni el doce ni el trece ni yo hemos visto llegar a la Navidad”, dijo. Fue en ese momento cuando el señor del Calendario se dio cuenta de que el nueve de diciembre no había subido como siempre, cinco días atrás, a darle la buena noticia de la llegada de la Navidad. “Últimamente estoy demasiado ocupado”, se dijo a sí mismo. Su rostro estaba surcado por más de dos mil arrugas y se notaba en su mirada cómo el paso del tiempo le envejecía sin piedad y tenía cicatrices que recordaban heridas, como aquella de la revolución francesa cuando quisieron quitarle de en medio.
Asomado a la ventana de la más alta habitación del palacio, el señor del Calendario se preocupó: “Si no viene la Navidad tendrá consecuencias sobre el resto del año. ¿Qué será de las personas sin estos días de descanso, sin poder ver a sus seres queridos, sin sentirse añorados o extrañados por los que tienen lejos o queridos y amados por los que tienen cerca? ¿Qué será de los niños sin la ilusión de los regalos? ¿Qué harán todo un año los reyes Magos vagando por el desierto sin saber llegar a su destino? ¿Cuándo nos comeremos tantas toneladas de turrón?”
No había pasado ni media hora cuando la noticia se había propagado por todo el palacio. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y el calor de julio hacía sudar a los días de diciembre. Los días de Carnaval se mezclaron con la Semana Santa y los trajes de arlequín se confundían con los de nazareno. El 24 de junio encendió una hoguera y a ella se acercaron los días de enero. Se formaban corrillos y se comentaba la noticia: “¿Dónde está la Navidad?”
El señor del Calendario mandó recado a todos los lugares del mundo para consultar a otros calendarios la extraña ausencia de la Navidad. El escurridizo santiamén se encargó de llevar y traer mensajes. Pero ninguno llegaba con buenas noticias. El calendario chino nada sabía y apuntaba que ellos estaban en otra cosa, organizando la llegada del año del tigre; el anciano calendario judío dijo que tampoco había visto la Navidad. Ni siquiera el más joven calendario musulmán sabía nada a pesar de que ellos habían celebrado la fiesta del cordero hacía pocos días.
En la más alta de las habitaciones del palacio continuaba reunido el consejo del Tiempo. Alrededor de una gran mesa redonda se sentaban desde el siglo primero al siglo XX, el último en formar parte del consejo. Todos hacían memoria pero ninguno recordaba un año sin Navidad. “En aquellos primeros años las personas celebraban la Navidad ocultos en catacumbas”, recordaba el siglo primero. “Miseria y muerte había en las calles durante muchos de mis años. La peste entraba en las alcobas”, dijo el siglo XIV, “pero siempre se encendía una vela en la Nochebuena”. “Cuando nací yo se pensaba en el fin del mundo”, dijo el siglo XI, “pero hubo Navidad”. “Dos grandes guerras he tenido que sufrir en mis años”, apuntó el siglo XX que tenía los recuerdos más recientes, “pero hubo Navidad”. El veintiuno de diciembre se acurrucaba en su cama bajo la manta del invierno que acababa de estrenar y nada se sabía de la Navidad.
Pero aquella noche no durmió nadie. Ni los meses, ni las semanas, ni los días, ni siquiera las primeras horas de la mañana que siempre se hacen las remolonas. No durmió ni la siesta que tan despistada estaba con tanto ajetreo que acabó compartiendo café con la medianoche.
Al fin, en las primeras horas del veintidós de diciembre, el consejo del Tiempo llegó a una conclusión. Después de estudiar sus recuerdos, después de analizar los mensajes y pistas llegadas de todo el mundo y que no conducían a nada, el señor del Calendario tomó la palabra: “La Navidad se ha perdido en el tiempo y no sabe llegar a su fecha. Hay que encontrarla y ayudarla a llegar en menos de dos días. El encargado de llevar a cabo esta misión será el nueve de diciembre que tiene la vista adaptada para descubrir el primer destello de la Navidad, pero ordeno al resto de días, tanto laborables como feriados, a las 53 semanas y a los doce meses, que faciliten su trabajo”. De esta forma se acordó buscar a la Navidad por todo el palacio del Calendario.
El nueve de diciembre comenzó a buscar en la alcoba del veinticuatro de diciembre a quien encontró llorando en un rincón. A su lado estaba, vestido de rojo, el veinticinco. Su cara pálida lo decía todo. Más allá vio al resto de días del mes de diciembre, sombríos, apagados, cabizbajos. Allí no estaba la Navidad. En la habitación del mes de enero había entrado la nieve porque la ventana cerraba tan mal como la de diciembre. El día primero, que también vestía de rojo apartó las sábanas de su cama y dijo: “Aquí no está”. Cuando se disponía a salir ya de la habitación del mes de enero vio a alguien en un rincón. Al acercarse escuchó un gimoteo. “¿Y a ti que te pasa?”, preguntó el nueve de diciembre. “Sin Navidad yo no existo”, contestó la Cuesta de Enero.
En la habitación del mes de febrero, que era más pequeña que las demás, se encontró al Carnaval y a la Cuaresma buscando su sitio. Nunca saben qué fechas les corresponden de un año para otro. “La culpa la tiene la Semana Santa”, decía la Cuaresma. “No, la tiene la luna de abril”, argumentaba el Carnaval. “¡Habéis visto a la Navidad!”, gritó el nueve de diciembre. “Por aquí nunca ha pasado la Navidad”, contestaron.
Encontró a la primavera en la habitación del mes de marzo pero tampoco sabía nada. Al salir tuvo cuidado de no pisar los primeros brotes verdes que salían del suelo. El mes de abril estaba furioso tratando de controlar a sus días de lluvia y sus días de sol y tenía toda la habitación revuelta. El dos estaba junto al nueve, el diez con el quince. Ahí tampoco estaba la Navidad.
Nada más salir del mes de abril se encontró al Primero de Mayo pidiendo mejoras laborales. “Pero si tú no trabajas nunca, que vas de rojo”, le dijo el cinco de mayo. Esa habitación estaba llena de flores y los días eran alegres y de buen color. Pero no había ni rastro de la Navidad.
Y así continuó por todas las habitaciones. En el mes de junio se encontró con los días más largos. Medían más de quince horas. En la habitación del mes de julio hacía un calor bochornoso y sus días se bañaban en una piscina. En la sala del mes de agosto no encontró a nadie. “Se han ido de vacaciones”, le dijo el uno de septiembre, “pero ya volverán”, concluyó con una pícara sonrisa. El nueve de diciembre volvió a sentir el frío en la habitación del mes de octubre y vio ponerse el sol a través de la ventana del mes de noviembre y supo entonces que era el día de Nochebuena y que no había encontrado a la Navidad. Y fue una noche triste en el palacio del Calendario.
El veinticinco de diciembre se despertó temprano, como siempre pero esta vez no había regalos ni restos de la cena de la noche anterior ni rescoldo en el hogar. El mes de diciembre estaba en silencio aún y sólo escuchó una vocecita gritar más allá de la puerta. Salió al pasillo y vio correr al tres de junio: “¡Tengo una estrella de navidad, tengo una estrella de navidad!”, gritaba mientras subía corriendo a la habitación más alta del palacio llevando en sus manos la luz brillante. Quería darle la noticia al señor del Calendario. El veinticinco de diciembre se preguntaba por qué tenía una estrella de navidad el tres de junio y no él. Decidió subir también a hablar con el señor del Calendario. Pero cuál fue su sorpresa cuando al llegar arriba descubrió a otros días también con una estrella de navidad. Estaba el cuatro de agosto, el veintitrés de septiembre, el catorce de abril, el siete de marzo, el cuatro de mayo… Y cada vez llegaban más: el ocho de julio, el once y el dieciséis de noviembre, el veinte de enero, el once de febrero… La habitación más alta del palacio se fue llenando de días con su estrella de navidad. Todos decían haberla encontrado en su alcoba. Todos tenían una y junto a ella un deseo: qué el sol caliente donde hace frío, rezaba la del solsticio de invierno; qué no se hundan más petroleros en el mar, decía la del trece de noviembre; qué ninguna bomba pare tu tren, se leía en la estrella del once de marzo; qué nadie tenga que dar la vida por nadie, ponía en la estrella del Viernes Santo; qué el último pétalo de la margarita siempre diga sí, gritaba el catorce de febrero…
En medio de todo ese jaleo, el veinticinco de diciembre sintió que le tocaban el hombro. Al darse la vuelta vio al veinticuatro de diciembre que tenía dos estrellas: “Toma”, le dijo, “esta es para ti. Estaba en tu alcoba”. Y así él también tuvo su estrella. “¿Cuál es tu deseo?”, le preguntó entonces al día de Nochebuena. “Qué no falte un plato de comida en ninguna mesa. ¿Y el tuyo?” “Que todos los niños nazcan en paz”, contestó el veinticinco de diciembre. Y aquella vez todos los días fueron Navidad.

martes, 7 de diciembre de 2010
¿POR QUÉ HABLA TAN ALTO EL ESPAÑOL? De León Felipe

Este tono levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es una enfermedad crónica.
Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre, para siempre porqué tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe.
La primera fue cuando descubrimos este continente, y fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar!
La segunda fue cuando salió por el mundo, grotescamente vestido con una lanza rota y una visera de papel aquel estrafalario fantasma de
El otro grito es más reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el que dimos sobre la colina de Madrid, en el año de 1936, para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo: ¡eh! ¡qué viene el lobo! ¡qué viene el lobo...!¡qué viene el lobo!
Nadie le oyó. Los viejos rabadanes del mundo que escriben la historia a su capricho, cerraron todos los postigos, se hicieron los sordos, se taparon los oídos con cemento, y todavía ahora no hacen más que preguntar como los pedantes: ¿Pero por qué habla tan alto el español?
Sin embargo, el español no habla alto. Ya lo he dicho. Lo volveré a repetir: el español habla desde el nivel exacto del hombre, y el que piense que habla demasiado alto es porqué escucha desde el fondo de un pozo.
León Felipe, en 1943, en el exilio, en América.
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