Los días pueden comenzar con mala cara pero terminar con buenas sensaciones. Que la primera jornada de unas vacaciones en una ciudad como Lisboa, que anima al paseo, al deambular por sus calles, amanezca con lluvia y fuerte viento, desanima a cualquiera. Las plantas de la terraza de casa se agarraban como podían a su maceta de tierra para seguir viviendo y disfrutar de las impresionantes vistas que tienen enfrente, un privilegio para estos vegetales, testigos mudos del devenir de miles de lisboetas. El viento estrellaba las gotas de lluvia contra el ventanal transparente cuando las nubes se habían apoderado ya de la ciudad y era la niebla el paisaje desalentador que encontré el primer día de mis vacaciones a través de ese ventanal que pronosticaba tan agradables fotografías. “Al otro lado está Lisboa”, pensé.
Como el paseo estaba frustrado, tras un agradable desayuno, decidí ver la ciudad a través de Internet, echando un vistazo a las posibilidades que ofrecía Lisboa debajo de la lluvia, sin imaginarme aún que el mayor acontecimiento del día estaba por llegar.
Después de casi tres años conmigo, mi ordenador personal decidió abandonarme. Así, de un día para otro. Dijo: “te dejo”. Y se fue. Se fue para siempre. Sin tiempo de despediros ni nada. Esta utilísima herramienta de trabajo, después de casi tres años de compartir trasnochadas escribiendo artículos que había que haber entregado ayer, después de largas charlas de messenger transoceánicas, después de ordenar y archivar miles de fotos, después de tantas experiencias vividas el uno frente al otro, decidió no compartir conmigo ni un minuto más. Extraños mensajes en la pantalla y reiterados intentos de autoreinicio (en busca de bocanadas de aire que no llegan, como un pez en un charco) sin pasar del mensaje de 'bienvenido', nos obligan a darle el tiro de gracia, a acabar con sus sufrimientos y a provocar en mí una melancolía acorde al paisaje gris del otro lado del ventanal.
La operación de rescate de información del disco duro resultó nula, y unas horas después teníamos entre las manos una nueva vida. Como el doctor Frankenstein fuimos capaces de aplicar el disco de rescate y convertir un soporte muerto, en un nuevo ser. En un nuevo ser totalmente vacío. Todo estaba virgen, éramos los primeros exploradores de un amplio terreno de megas que se perdía en el horizonte. Éramos como Bastian creando su nueva Fantasía. Teníamos todo el poder y la responsabilidad para empezar de cero, para ir moldeando la tosca piedra de mármol y crear nuestro más bello 'David'. Con expertos golpes de cincel fuimos instalando programas que aportaban actividad y vida a nuestro nuevo bebé que veía la luz en un día oscuro en la vieja ciudad de Lisboa. Pero qué le vamos a contar a Lisboa de 'renaceres' si ella misma se formateó el disco duro aquel trágico día de Todos los Santos de 1755 cuando la tierra tembló a sus pies y no dejó piedra sobre piedra.
Con la misma esperanza que animó a los lisboetas a empezar de cero, la nueva aventura informática daba sus primeros pasos.
Y las personas, ¿podemos formatearnos y empezar de cero? ¿Qué extraños acontecimientos, situaciones, relaciones nos apuntan a la sien hasta la desesperación? ¿Qué resorte activa el disco de rescate? (¿Quién mueve los hilos para volver a empezar?) ¿Lo hemos hecho alguna vez? Seguramente sí, y si recordamos bien, el reinicio siempre viene precedido de un trauma, de una bofetada de viento que se estrella contra el cristal transparente del ventanal. Un fracaso en los estudios, una carta de despido, una enfermedad, un adiós. Después, la pantalla en negro. ¿Y entonces? ¿Cómo sobrevivimos a la falta de aire, a los coletazos del pez en el charco que se evapora? ¿Quién pulsa el 'Enter' de reinicio?
Tras el ventanal, el viento amaina y ha dejado de llover. Sigue el cielo gris, pero las nubes abandonan los tejados de Lisboa y a lo lejos se ve ya el puente '25 de abril', fecha que recuerda, por cierto, otro formateo social, aquella romántica 'Revolución de los Claveles'. En aquella ocasión fue una canción, 'Grândola, Vila Morena', de José Alfonso, sonando en la medianoche a través de Rádio Renascença, el resorte que activó el reinicio y permitió, una vez más (y las que hagan falta) empezar de cero.
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