Una de las primeras recomendaciones para pasear por las calles de Lisboa es no llevar zapatos de tacón, algo que no acostumbro, afortunadamente, y que entendí en el primer paseo, nada más cruzar el portal. Muchas calles están adoquinadas y las aceras se forman con pequeñas piedras blancas, muy juntas unas de otras, pero que presentan cierto peligro para los tacones de aguja. Además estaban mojadas por la lluvia, resbaladizas y con cierto riesgo.
Siguiendo esas aceras empedradas llegué hasta mi primer encuentro con los portugueses. La misión era sencilla: hacer una copia de las llaves de casa. La ferretería está cerca y el cartel decía 'Materiais de construção'. En la puerta encontré a dos hombres, uno de ellos de unos 50 años, con sombrero; el otro era más joven, de unos 25 años, moreno de piel y con una gorra deportiva azul. Les saludo, paso al interior del establecimiento, observo que no hay nadie que atienda tras el mostrador, me giro a la puerta y me saluda ya el señor del sombrero. Le expongo mis necesidades y me dice que el responsable de las copias de llaves no está. “Venrá nuns dez minutos”, dice. “No pasa nada”, le digo. Así aprovecho para ir a comprar al supermercado de al lado, pienso. Pero el señor del sombrero me indica que no es necesario. Llama al joven que estaba con él y le encarga que me haga las copias. El de la gorra se pone manos a la obra y mientras espero, comienzo a pensar en la situación.
Tengo la sensación de que me están tomando el pelo, que ni el del sombrero ni el de la gorra tienen nada que ver con el establecimiento, que estaban en la puerta, tal vez cuidando del negocio mientras el dueño salía a hacer algo, y que no han perdido la oportunidad de hacer negocio. Un español despistado es siempre una víctima fácil.
Tuve una sensación parecida hace unas semanas en una visita al médico en Cuenca. Ya había terminado la hora de consulta cuando llegué pero una enfermera me indicó que me podrían atender en la Puerta 4. Al llegar, cerraba ya esa 'Puerta 4' un señor de pelo blanco y con abrigo. Pensé que era el médico que se marchaba ya y le expuse mis prisas. En aquel momento no di importancia al hecho de que no llevara bata blanca. Acepta atenderme, pasamos a la consulta, me quito la camiseta, me siento en la camilla, me mira la garganta, el pecho, y todo esto sin decir ni una palabra. Terminado el reconocimiento me invita a sentarme frente a su mesa y me mira. Me mira y no dice nada. Pasados unos segundos que a mí se me hicieron minutos interminables, le digo: “Doctor, ¿qué me pasa?”. “Tiene usted un catarro normal”, contesta él. Ni más ni menos. Ni un no fume o no coja frío o tome usted zumo de naranja. Nada. Ni una receta, que parece que si uno va al médico, lo que esperas, como mínimo, es que te recete algo. Pues nada. Me fui a mi casa como había venido, con mi catarro normal. Y con él seguí peleando durante una semana más hasta que pude vencerle.
Pero la sensación al salir de la consulta de aquel médico sin bata era la misma que en la ferretería, me estaba atendiendo alguien ajeno al negocio, alguien no profesional. En el caso del médico pensé que el supuesto doctor sólo era un empleado de mantenimiento que pasaba por allí y decidió vivir su momento de gloria, jugando a los médicos, precisamente. “Tiene usted un catarro normal”. ¿Tu momento de gloria, haciéndote pasar por médico, y sólo se te ocurre eso?
Mientras, en la ferretería el joven de la gorra ya había terminado la copia de las llaves, me cobraron 6 euros, algo que a mí me pareció una barbaridad (“em Espanha será mais barato, aqui não”), y se quedaron los dos mirándome mientras salía a la calle, sin atreverme yo a volver la mirada, porque sabía que los dos, el del sombrero y el de la gorra, lucían en sus rostros una sonrisa medio pícara y medio de satisfacción, como diciendo 'ahí va un pardillo'.
Caminando de nuevo por las aceras adoquinadas de Lisboa, por calles que se confunden entre los barrios de Graça y Penha de França, sintiendo el frío de las llaves nuevas al rozarlas con los dedos dentro de mi bolsillo, con la lluvia cayendo de nuevo y rozando mi rostro, pienso que, tal vez, aquel médico sin bata tenía razón y que yo sólo tenía un catarro normal.
Bolilleras,
Hace 5 meses
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